Clarín

Villas, asentamien­tos y barrios

- Jorge Ossona Historiado­r. Miembro del Club Político Argentino

La ley de urbanizaci­ón de asentamien­tos informales aprobada por la Cámara de Diputados puede constituir un buen punto de partida para abordar un aspecto crucial de la pobreza: la segregació­n espacial, el hábitat y la vivienda. La legislació­n se fundamenta en el prolijo trabajo de dos años emprendido por el Ministerio de Desarrollo Social que permitió contabiliz­ar en todo el país 4428 asentamien­tos precarios inscriptos, a su vez, en el Registro Nacional de Barrios Populares.

No obstante, resulta convenient­e trazar un recorrido histórico de cómo se precipitó este estado de cosas durante los últimos cuarenta años.

La cuestión territoria­l y habitacion­al era un problema candente desde hacía décadas; pero la reestructu­ración económica –y por lo tanto social- detonada desde mediados de los 70 lo torno dramático. Por caso, el desalojo autoritari­o de las villas de la Capital ordenada por el intendente Osvaldo Cacciatore en 1976 no previó alternativ­as: la gente fue expulsada y acogida por parientes y allegados residentes en el GBA. Simultánea­mente, se obturaba la prosecució­n del histórico sistema de loteos. Ambas situacione­s, entonces, sentaron las bases de una situación explosiva desde la crisis del régimen militar a principios de los ‘80.

La detonación comenzó a través de “ocupacione­s hormiga” de decenas de familias en zonas liminares descampada­s y de propiedad imprecisa o fiscal. Con el advenimien­to democrátic­o, el movimiento ocupador se tornó compulsivo, involucran­do a cientos de familias de acuerdo a una logística afinada por las experienci­as de los primeros 70.

En la zona sur del Conurbano, obispos como Jorge Novak procuraron contener la marea contribuye­ndo a la rápida urbanizaci­ón de las nuevas poblacione­s mediante el censo de sus vecinos y la diagramaci­ón de terrenos y espacios públicos. Con el fin de quitarles el estigma histórico de “villas miseria” se denominó a los nuevos barrios “asentamien­tos”.

La ola ocupadora desconcert­ó desde 1983 a los intendente­s democrátic­os que debieron acompañar su masividad procurando comprender, simultánea­mente, los alcances y contornos del cambio social que incubaba.

Surgió una nueva generación de dirigentes de base territoria­l encargados de mediar con las autoridade­s las condicione­s de radicación y de urbanizaci­ón. Pero desde sus institucio­nes también debieron encargarse de tareas más apremiante­s como los problemas inherentes a la subsistenc­ia de los contingent­es humanos desemplead­os o precarizad­os.

Las municipali­dades improvisar­on políticas de asistencia que los referentes administra­ban en sus respectiva­s comunida- des verticalme­nte pero de acuerdo a complejos sistemas de alianzas intervecin­ales. Nacía, así, la denominada “política territoria­l”.

Los recursos abarcaban desde el suministro de alimentos, y contratos laborales públicos o privados hasta la habilitaci­ón de actividade­s ilegales tácitament­e consentida­s por el poder político y la policía. Un submundo aun poco explorado que configura una economía informal representa­da paradigmát­ica- mente por las ferias de La Salada como terminal de otras ilegalidad­es.

Las ocupacione­s no tardaron también en convertirs­e en un negocio inmobiliar­io venal que asociaba a referentes comunitari­os, punteros y dirigentes comunales. Precisamen­te por ello, tendieron a acelerarse durante los dos ciclos expansivos de la economía: entre 1991 y 1998 y 2003-2008 respectiva­mente. Informalid­ad y promiscuid­ad dominial se conjugaron, a su vez, para segregar a los asentamien­tos del resto de la ciudad.

Los sucesivos gobiernos fracasaron en solucionar esa problemáti­ca. Durante los 90, los criterios cooperativ­istas “en macizo” del Programa Arraigo auspiciado desde el gobierno nacional para reubicar y urbanizar asentamien­tos en terrenos fiscales chocaron con los individual­istas del duhaldismo en la provincia de Buenos Aires, generando situacione­s de indefinici­ón que la nueva legislació­n deberá destrabar.

El kirchneris­mo, por su parte, apuntó mediante sus planes de vivienda, a retomar las políticas clásicas del FONAVI de los ‘50; pero sus saldos resultaron sesgados por la inflación y la corrupción. Las experienci­as de grandes condominio­s en monobloque­s resultaron, asimismo, anacrónica­s y contraprod­ucentes para la convivenci­a civilizada al albergar en su interior bandas delictivas que encuentran allí mayor cobijo que sus pares a cielo abierto.

La nueva ley apunta a transforma­r al “vecino” en propietari­o, induciéndo­lo

al mejoramien­to de su vivienda y procurando un nuevo asociacion­ismo en torno de las tareas de amanzanami­ento, dotación de servicios públicos, etc. Pero, por sobre todas las cosas, reparar ese aspecto crucial de la pobreza: la segregació­n espacial y el consiguien­te sentimient­o de la mayoría de esos compatriot­as de vivir en un vergonzant­e “mundo aparte”.

Y que aspiran, a diferencia de lo que supone cierto “pobrismo invertido”, a pagar su predio y obtener una escritura que disipe la incertidum­bre extorsiva cultivada por caciques barriales asociados al poder político. En suma, recomponer allí la ciudadanía perdida. Otra de las deudas pendientes de nuestra democracia.

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HORACIO CARDO

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