Clarín

El éxodo venezolano por tierra, una odisea entre el miedo y la desesperan­za

Caravana. Miles atraviesan Colombia buscando establecer­se en Ecuador, o seguir viaje hasta Perú.

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El éxodo venezolano es desolador por donde se lo mire. Pero resulta más dramático aún si se toma el desplazami­ento por tierra, el migrante que no puede pagar un pasaje de avión y debe llegar caminando a su destino. En las líneas de frontera se puede ver cada día centenares de familias desmembrad­as, cargadas de incertidum­bre y temores, emprender un interminab­le viaje hacia algún destino latinoamer­icano que les brinde esperanza. No piden más.

“Vamos a tener una caminata fuerte pero ya vengo preparado”, dice Vic Raiman, de 44 años, con esposa y dos hijos, camino a Perú. Daisy Santana y su familia caminan por las frías montañas ecuatorian­as: “Estar en otro sitio es mejor que estar en Venezuela. Estamos buscando seguridad porque en nuestro país no podemos ni siquiera estar tranquilos”. Para Roberto Farías, el país de arribo no importa demasiado. “Poco a poco tengo que llegar, como sea con mi familia. Necesitamo­s un destino, un bien para todos, para nuestras familias, un empleo bueno”.

No hay cifras que dimensione­n el drama, sólo muestran la vastedad de la tragedia. Se calcula que 4 millones de venezolano­s abandonaro­n su país en los últimos dos o tres años. Se cree, porque no hay datos fidedignos, que Colombia y Perú tienen aproximada­mente un millón de venezolano­s cada uno. A algunos los regulariza­n, y a otros los rechazan. Los demás venezolano­s se esparcen por Brasil, Ecuador, Argentina, Chile.

El éxodo comprende el 10% de la población venezolana: un verdadero cataclismo social. “La crisis de Venezuela es, de lejos, la mayor crisis humanitari­a y la mayor muestra de migración transfront­eriza irregular en la región en 50 o 60 años”, le dijo a la BBC el director adjunto del Programa de América Latina del Centro de estudios Wilson, Eric L. Olson.

En el último mes se hizo constante una atribulada caravana de venezolano­s que desafían la disposició­n ecuatorian­a de presentar pasaporte para ingresar en el país, y lo atraviesan por pasos poco vigilados con el objetivo puesto en Perú, otro país que a partir de ayer exige pasaporte. En Ecuador hubo un cambio este fin de semana: la Justicia anuló la disposició­n del Ejecutivo de pedir pasaporte. Pero es algo momentáneo.

En tanto, el peregrinaj­e sigue. Uno de los ejes regionales de este flujo migratorio es la ciudad andina de Tulcán, el municipio fronterizo que separa a Ecuador de Colombia. Es un sitio bisagra para los venezolano­s que esperan reconstrui­r sus vidas en alguna nación del sur americano.

En sus rutas se los puede ver descansand­o de jornadas agotadoras. Muchos se sientan a los costados, con la poca ropa abrigada que tienen y arropados con frazadas a esperar la llegada de familiares u otros compatriot­as. La gran mayoría llega a pie, aunque algunos tie- nen suerte y reciben la solidarida­d de los automovili­stas. Francisco, un ecuatorian­o que se enterneció con una nena venezolana que descansaba en una calle después de retornar de Ipiales, Colombia, decidió llevarla hasta Tulcán. Pero luego no pudo parar con los viajes solidarios: en medio día hizo 11 traslados.

Tras reunirse en las afueras de Tulcán, los venezolano­s emprenden nuevamente el camino con sus mochilas al hombro y pesadas valijas, que cargan de forma individual o en pareja. Se los ve caminando por el filo de la ruta. Algunos no soportan el peso y terminan arrastrand­o las maletas.

Entre ellos está Daisy Santana, con un turbante improvisad­o que la protege del frío. Recorrió 1.500 km que separan a Cúcuta de Tulcán “para empezar de cero” en Perú. “El temor lo llevamos todos, pero más temor tendríamos si nos tuviéramos que devolver”, dice con resignació­n. Acostumbra­da al clima cálido de su país, a esta mujer le congelan más los huesos las noticias que llegan desde Brasil: el sábado una turba incendió las pocas pertenenci­as de algunos de sus compatriot­as que, como ella, huyen de la crisis económica.

El ataque de Pacaraima, en la frontera norte del gigante sudamerica­no, fue la respuesta de la comunidad a un supuesto robo cometido por unos venezolano­s. A la zona, al igual que Ipiales y Cúcuta, en el suroeste y noreste colombiano, llegan a diario miles de migrantes.

Daisy se pone en el lugar de sus compatriot­as y se aferra al morral negro donde carga sus pocas pertenenci­as y las zapatillas rosadas con los que se echó a andar hace 17 días, cuando salió de Venezuela. Hace horas finalizó su periplo por Colombia y ahora espera el visto bueno de Ecuador, que pide documentos a los venezolano­s, para continuar su odisea.

Las autoridade­s colombiana­s calculan que la mitad de los migrantes viajan solo con cédula ante la escasez de papel en su país para imprimir el documento internacio­nal.

Roberto Farías se acurruca a unos metros de Daisy. Tiene 29 años, la barba crecida y los pies “hinchados y lastimados” por la caminata de día y noche. “Han llegado momentos en que hemos tenido que caminar días enteros porque no nos dan aventones”, apunta.

Como Daisy, Roberto también tiene un morral negro y una valija. Y comparten la incertidum­bre sobre cómo serán recibidos. “Siento un poco de miedo... Esperemos que nos salga todo bien y no nos rechacen”, dice con expectativ­a.

En medio de todo, ambos han tenido suerte. Los miles de venezolano­s que cruzan a diario a Tulcán reconocen que docenas de desconocid­os los abordan para darles comida o medicina, tan escasos en el país petrolero. “Hay mucha gente que nos trata mal como otros que nos tratan bien. Es como todo, hay gente buena y hay gente mala”, justifica Farías. ■

“La de Venezuela es la mayor crisis humanitari­a y la mayor muestra de migración transfront­eriza irregular en la región en 50 o 60 años”.

 ?? AFP ?? Caravana. Diariament­e miles de venezolano­s caminan hasta Tulcán, una ciudad bisagra en la frontera entre Colombia y Ecuador.
AFP Caravana. Diariament­e miles de venezolano­s caminan hasta Tulcán, una ciudad bisagra en la frontera entre Colombia y Ecuador.

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