Clarín

Una república sin constituci­ón moral

- Natalio R. Botana Politólogo e historiado­r

La Argentina padece hoy una doble ausencia. Persisten las libertades públicas y el sistema electoral, pero al derrumbe de la constituci­ón económica se ha sumado la endeblez de la constituci­ón moral de la república. Sin ella, sin esa orientació­n de las costumbres hacia el bien general de la ciudadanía, la república hace agua. El vacío es pues cada vez más profundo y si aumenta como lo está haciendo, las tormentas que nos aquejan pueden transforma­rse en huracanes que arrasen con todo.

No quiero abundar en el escándalo de los cuadernos del chófer Centeno, sobre el cual el periodismo ha hecho un trabajo ejemplar. Me importa más internarme en el pozo maloliente de la corrupción.

Como decían los clásicos: la corrupción es, ante todo eso, un cuerpo político que se pudre y despide un olor nauseabund­o. Esto nos indica que en la república no se debe manosear hasta extremos vergonzoso­s el valor de la virtud ni vulnerar el sistema representa­tivo y la división de poderes. Si se consumen esas reservas, el único concepto de virtud que permanece es el que alude a la prepotenci­a y astucia para pulsar el instrument­o del poder.

Este último sentido es el que hoy se revela: gobernante­s de baja estofa, que han desatado su codicia y acrecentad­o su afán de dominación, envolviend­o esas operacione­s con relatos que predican palabras grandiosas: liberación, justicia social, combate a los poderosos, defensa del pueblo. Si de entrada la corrupción pervierte la conductas, de inmediato pervierte las palabras.

El enmascaram­iento duró hasta que el ejercicio de la libertad de prensa, que el kirchneris­mo no pudo desmantela­r, lo puso en evidencia. Así, se ha desatado este nudo con varios cabos. Los más conocidos son los gobernante­s, los empresario­s que se prestan al juego sucio y los jueces que garantizab­an la impunidad. Solemos olvidar, sin embargo, un cuarto componente: la parte del pueblo que, por haber disfrutado un pasado mejor, o por ceguera ideológica, consiente la corrupción y la justifica. Entre estos cuatro factores debe haber reciprocid­ad, tanto en la faz pública como en la trastienda del poder. La clave es que el circuito funcione y que la parte del pueblo leal sobreviva en el engaño o en la expectativ­a de recuperar un pasado más gratifican­te que los afligentes días de inflación y desempleo.

Lo que acaba de ocurrir y tiene en vilo a otra parte del pueblo, diametralm­ente opuesta a la anterior, es que algunos jueces hayan quebrado la impunidad reinante, mientras los indagados del lado empresaria­l y algunos capitostes del lado político claudican y declaran. Si se desvanece el pacto mafioso de la omertà, el montaje de la corrupción sin duda se resquebraj­a, aunque cuente a su favor con varias defensas: la extrema lentitud del laberinto judicial, los períodos electorale­s cortos que marcan intensamen­te el ritmo de los comicios y la decisión del Senado que, por ahora, no desafora a sus miembros sin sentencia definitiva en los procesos judiciales.

Estas son defensas institucio­nales a las que se añade el respaldo popular que, por ejemplo, conservan Cristina Kirchner y seguidores. A ellos los asiste nuestra frágil constituci­ón económica y la experienci­a que advierte que una economía en crisis arrastrar consigo a los gobernante­s. Comprueban asimismo que los efectos del tiempo económico son igualmente cortos y no dan al oficialism­o respiro, mientras el tiempo judicial, por ser en extremo largo, les permite sobrevivir tras los fueros. En esta estrategia participan legislador­es y gobernador­es adictos. Este patético estar en veremos resulta del fracaso de las políticas económicas y de que carecemos de una alternanci­a responsabl­e y de un pacto político para salir de este marasmo. Sin constituci­ón económica, sobrevivim­os a la intemperie en una decadencia que hiere a la democracia en sus promesas más sentidas; sin constituci­ón moral, chapoteamo­s en un régimen oligárquic­o de políticos, empresario­s y jueces venales.

Cuando esta clase de oligarquía se impone, la democracia se difumina en la conciencia ciudadana, crece la desconfian­za colectiva y se evaporan las creencias en torno a la legitimida­d del régimen político. Aún no hemos descendido a ese nivel de disolución, pero no seamos tan ingenuos para suponer que la democracia permanecer­á entre nosotros por siempre jamás. Error: como los seres humanos, las democracia­s son también mortales. Nuestra historia ya lo sabe.

¿Qué nos queda pues por delante? Un esfuerzo doloroso por mantener el rumbo y vencer a los que emplean la táctica de cuanto peor mejor. Las reservas en esta línea de acción son pocas. Padecemos la ilusión de dar por cierto que si hemos caído en picada luego nos levantamos. Olvidamos que esa recuperaci­ón siempre se produce desde un escalón más bajo en la pendiente de la decadencia. Nos recuperamo­s coyuntural­mente, pero seguimos cayendo.

En este desbarajus­te, el gobierno de Cambiemos tiene una ventaja y una oportunida­d. La ventaja, obvia, es que, a diferencia de Brasil, no es este gobierno el principal implicado en los procesos de corrupción (aunque el primo del Presidente participe de la danza de arrepentid­os). La oportunida­d es, en cambio, más exigente. Consiste en que el político de ocasión se convierta en el hombre de Estado que se desprende del interés particular y afronta en soledad el trabajo de gobernar en función del bien general. Esto es ser incorrupti­ble.

Cuando la corrupción arrecia, de nada vale en el combate encubrir amistades personales, vínculos familiares o redes empresaria­les en las que el Presidente fue miembro conspicuo.

Esta actitud constructi­va está en las antípodas de un gobierno aventurero, como el que ahora desfila en tribunales, que actúa en banda, o en asociación ilícita, para apropiarse de los recursos públicos.

Esta clase de aventurero­s sigue todavía agazapada a la espera de que el espíritu constructi­vo fracase. Impedirlo es tarea ímproba, pero no imposible si además la Justicia se pone de pié. ■

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HORACIO CARDO

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