Recuerdos para salvar de un naufragio
“¿Qué cosas te llevarías a una isla desierta?” Anónimo o famoso, casi nadie se ha librado de responder, alguna vez en su vida y en las circunstancias más diversas, al interrogante en cuestión. Pero partamos de una suposición más inquietante. Muy inquietante, en rigor. Imaginemos que por alguna oscura razón lo que hubiera que seleccionar no fueran objetos, -libros, celulares (cómo no incluirlos en una obligadamente remozada versión de la pregunta), adornos- sino recuerdos. Memorias de las que no querríamos desprendernos, evocaciones que desearíamos nos acompañaran hasta el minuto final, instantes que buscaríamos aferrar con todas nuestras fuerzas. Esos ramalazos fugaces en que nos asomamos a algo parecido a la felicidad. Algunas veces habremos tenido conciencia de ello, embargados por una sensación de plenitud inexplicable, nueva, diferente; algo del puro gozo, que se filtraba por los poros, se des- parramaba por todo el cuerpo y llegaba al alma. En otras ocasiones quizás la hayamos intuido apenas. Esa rara conciencia del segundo mismo en que se vive, del aquí y ahora, del tiempo en suspenso, entre lo que acaba de pasar y lo que vendrá. Ese instante preciso en que nada más importa. Estamos aquí, estamos vivos, disfrutamos de lo que ahora mismo está pasando, en este presente que no volverá a ser, porque de una rara e inexplicable manera entendemos cabalmente que será irrepetible, que nunca más, que en tan sólo un pestañeo desaparecerá, se esfumará, condenado a las brumas de la memoria, por siempre jamás. Si debiéramos salvar del naufragio del olvido esos recuerdos, ¿cuáles elegiríamos?