Chimy Ávila: “Tenía dos caminos: el oscuro que lleva a la delincuencia y a la droga o trabajar para ser lo que soy”
La historia del delantero de Huesca es similar a la de muchos jóvenes que se aferran al fútbol para salir de un mundo hostil. “Es el mejor momento de mi carrera, pero el mejor partido fue el que le gané a la vida”, le cuenta a Clarín.
Eluney toma carrera por el living de su casa, se desliza y se lleva la mano derecha a la altura de la sien para ofrecerle un saludo. Repite la acción cuando llega al jardín, pero esta vez sin tirarse al piso. “Hija, ¿por qué hacés eso?”, le pregunta intrigado Ezequiel Ávila a la mayor. “Porque vos sos el comandante de la casa. Ahora tenés que festejar los goles así”, le responde la nena de 4 años. Relatos como éste habrá varios en la extensa charla de Clarín con el dueño de la camiseta “16” de Sociedad Deportiva Huesca. Y “Chimy” le hará honor a ese apodo que le puso papá Luis Ernesto porque lo notaba “picante como el chimichurri”.
En Huesca, una pequeña ciudad de 50.000 habitantes en el noreste de España, a minutos de la frontera con Francia, Ávila, de 24 años, disfruta sus horas más felices junto a su familia. El 8 a 2 sufrido hace una semana ante Barcelona, en el Camp Nou, resulta algo casi anecdótico para el argentino. “Lo bueno es que le pude tirar un caño a (Arturo) Vidal y llevarme la camiseta de Messi”, resume entre risas. Y “Chimy” pone las cosas en su lugar: “Es el mejor momento de mi carrera, pero el mejor partido fue el que le gané a la vida”.
En Empalme Graneros, un barrio de Rosario donde los vicios y el delito son moneda corriente, de pequeño tuvo que gambetear la áspera realidad y enfocarse en el fútbol como una válvula de escape. “Soy de un barrio humilde y vengo de una familia de mucho sacrificio. Tenía dos caminos: el oscuro que desvía a los chicos del camino correcto y los lleva a la delincuencia y a la droga o esforzarme y trabajar para llegar a ser lo que soy –asegura-. Mi papá me enseñó que 'el que no sabe de dónde viene, no sabe dónde va'. Uno siempre tiene que recordar su origen. Sirve para poner una pausa y decir: 'De esto salí y pueden salir muchos más si se lo proponen'. Siempre hay que ayudar, porque sólo no se puede”.
Y continúa: “Quedan muchos jugadores en el camino por la pobreza, por la falta de acompañamiento de los padres y por muchos factores que hacen que los chicos queden desamparados y no tengan otra que dedicarse a la droga y al robo. Muchos amigos fallecieron, los mató la policía o están detenidos porque no tienen otro camino”.
Los hermanos Ávila son nueve: cinco mujeres y cuatro varones. En su infancia, mamá Graciela cumplió un papel vital. “Es la guerrera de la casa. Mis papás se separaron cuando era chico y ella se puso el equipo al hombro, aunque si pasaba algo, mi papá siempre estaba. Hoy trato de ayudarlos lo más que puedo, aunque uno más que lo material necesita la contención familiar. Cuando voy a verla, trato de compartir muchos momentos”, confiesa.
Los valores forman parte de un legado familiar que Ezequiel recibió y emplea en sus días como padre. “A mis hijas les regalo una muñeca y saben que si se le cae un pelo, otra igual no van a tener porque a papá le cuesta. Cuando voy a visitar a mi familia a la Argentina, juegan con lo mismo que mi sobrino. Ellas saben que si van con el ipad, lo tienen que prestar. Con mi mujer tratamos de inculcarles lo mejor. La idea es que valoren desde una miga de pan hasta un asado”, resume.
Y recuerda su regalo más preciado de la infancia: “Desde los tres años tengo recuerdos con la pelota. Mi papá me regaló una para Reyes y yo era el chico más feliz, porque no era fácil comprar una pelota”.
Antes de pasar las tardes persiguiendo el balón en Infantiles Jesús, donde llegaba tras
recorrer 30 minutos en bicicleta, Chimy tenía a las mujeres de la casa como arqueras y directoras técnicas. “Mi mamá siempre trabajó en limpieza y mi papá de albañil. Yo era el único varón hasta que llegó mi hermano Gastón, así que todas juegan al fútbol y mi mamá atajaba. Me daban todos los gustos”, rememora.
Pasó a Defensores Unidos de Humberto Primo Iguazú, paso previo a meterse en el fútbol en canchas grandes. Tiro Federal lo recibió y supo sacarle rédito a su talento. “Fácil no fue. Iba a entrenarme cuando podía. Me iba 20 minutos en un caballo que mi abuelo le había regalado a mi hermanito. Se lo pedía porque en ese momento no tenía bici ni nada para ir a entrenarme”, explica con naturalidad. Todo se oscureció cuando lo acusaron de haber robado. “Decían que había salido con indumentaria del equipo y recién hace un mes le gané el juicio a Carlos Dávola, presidente de Tiro Federal. La jueza me declaró
inocente”, adelanta Ezequiel. Y recuerda el padecimiento: “Dávola no me dejaba entrenar teniendo contrato. Dos años me tuvo sin ju
gar. Me llevaban a trabajar de albañil para poder comer. Manejé tractores en una constructora y salía a cirujear con el caballo. La gente me decía que era injusto. Lloraba y le decía a mi mujer que no iba a volver a jugar. Estaba hundido en el peor de los mares con dos rocas en las piernas. La depresión terminó cuando me quedé con el pase en mi poder”.
Fue en San Lorenzo donde Chimy se dio a conocer popularmente. Previo a su desembarco, tuvo la chance de probarse en Estados Unidos. Luego de casi tres meses en Seattle
Sounders, se volvió por un corte arriba de un tobillo y catorce puntos de sutura. A su regreso, tuvo la oportunidad en el Ciclón.
“A San Lorenzo le debo mucho porque fue el club que me dio la chance de volver a ser un profesional. Es algo que nunca se olvida -admite-. Tanto dirigentes como compañeros y Edgardo Bauza, junto a su cuerpo técnico, me enseñaron y me dijeron que todo dependía de mí. Ellos apostaron por mí cuando venía del fondo del mar”.
Restaba la inserción en el vestuario. A contramano de lo esperado, acoplarse entre nombres fuertes no representó un obstáculo. Es más, Ávila entabló una gran relación con “una persona con grandes valores”: Néstor Ortigoza. “Si Orti me tenía que cagar a pedos, me cagaba a pedos”, resalta con cariño a la distancia.
Con Pablo Guede no tuvo mucha participación y su carrera parecía volver a una meseta también con Diego Aguirre. Un llamado de un viejo conocido reavivó las aguas y le dio una brisa de aire fresco. Leonardo Franco, ex compañero en San Lorenzo, ocupaba un lugar en la dirigencia de Huesca y pensó en Chimy.
“San Lorenzo hizo un convenio con Huesca, que estaba en Segunda. Aguirre no quería que me fuera, pero tampoco tenía el puesto asegurado. Y pensé: 'Hay que ir a probar'”, recuerda.
El instinto deportivo no falló: en su nuevo equipo consiguió el histórico ascenso a Primera y se ganó un lugar en el corazón de los hinchas. “Apenas vine, me costó adaptarme. Fui sumando minutos hasta que me tocó jugar en el clásico. Ahí tuve un buen partido: ganamos 3-1 y no salí más del equipo”, sintetiza.
Con el ascenso consumado, su vínculo con el equipo español había finalizado. Ávila se encontraba en una dicotomía: extender el préstamo con la institución y contar con la chance de jugar en una de las ligas más importantes del mundo o volver a la Argentina para afrontar un nuevo reto. Bajo una atmósfera de festejos, Chimy explica a la perfección los factores que lo indujeron a quedarse:
“Cuando ascendimos, fue movilizante ver chicos y gente grande llorando. La ciudad aclamaba mi nombre para que me quedara. Mi hija (Eluney) al principio me pedía por favor que volviéramos, pero cuando festejábamos en el micro descapotable me dijo: 'Gracias por hacerme vivir estos momentos. Me gustaría quedarme'”.
El romance Ávila-Huesca se consolidó. “Ser ídolo en este club es la gloria. Siempre se habla de pueblo chico-infierno grande, pero acá
es pueblo chico-corazón grande”, asegura. La ciudad también enamoró a la familia, que ya la siente como propia. “Vivo a doce kilómetros de Huesca, en una urbanización. La vida acá es muy tranquila. En el country donde vivimos tengo cancha de tenis y piscina –señala-. También vamos a la playa y a la montaña. Mis hijas son muy hiperactivas y están todo el día jugando, así que andamos bastante”.
Como si fuera otro partido u otro entrenamiento, Ezequiel Ávila supo esquivar los obstáculos y las tentaciones que le puso la vida. Y
supo caerse para volver a levantarse. A fin de cuentas, su experiencia de vida trascenderá más allá de lo deportivo para transformarse como ejemplo de superación.