A correr que se acaba el mundo
Correr, correr, correr. Esa parece la consigna en estos tiempos que, paradójicamente, corren. Y no se trata del ya popular running o actividad deportiva similar, sino de nuestra realidad cotidiana. Parafraseando aquella famosa canción del puente de Avignon, donde “todos bailan, todos bailan, todos bailan y yo también”, podríamos cambiar el bailar por correr y tendríamos una acabada postal de un día cualquiera en la vida de cualquiera- valga la redundancia- de nosotros. No importa lo que se haga: la única consigna es hacerlo rápido. Hay que andar corriendo, aunque la mayoría de las veces no se sepa bien adónde, y en muchas ocasiones la respuesta sea “a ningún lado”. Andamos a las apuradas, se justifique o no. Hay quienes confiesan correr incluso dentro de su casa, aun para recorrer los pocos metros que separan una habitación de otra. Y, peor todavía, dicen haber reparado en la costumbre recién cuando un electricista o un plomero, ante el requerimiento de alguna herramienta extra, observaron con asombro có- mo la solicitud se satisfacía, literalmente, al galope. En fin, por algún motivo rapidez se ha asociado con eficiencia, y los dos conceptos no necesariamente van de la mano. “Vísteme despacio que estoy apurado”, dicen que advirtió una vez Napoleón al criado que, urgido por el tiempo, no acertaba a dar con la correcta abotonadura de sus ropajes. Es una buena definición. A veces es mejor tomarse unos minutos más y hacer lo que sea, bien, a zafar apenas en aras de la prontitud.
Como decía Gilbert K. Chesterton, “una de las grandes desventajas de la prisa es que lleva demasiado tiempo”.