Clarín

Menuda idiosincra­sia la argentina

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

Disculpen que insista, pero una de nuestras pasiones ejerce cierta identifica­ción con la derrota. Es una pasión malsana, pero no todo es épica en la vida. Concebimos el éxito, o su herma- na menor, la victoria, sólo si la remamos desde abajo, si venimos del fondo del pozo. Ese no es mérito: si estás en el fondo, sólo te queda ir para arriba.

Pasó con el reciente, y frustrante, Mundial Rusia 2018. La tarde de la final Francia-Croacia, decíamos: “Nos ganaron el campeón y el subcampeón del mundo”. Lo lógico hubiese sido admitir: “Debimos estar allí”, porque pudimos estar allí. La sinceridad siempre te ayuda a enmendar errores. La épica del fracaso en cambio, en espera de la remontada heroica que no llega nunca, te machaca los dedos con la maza de la decadencia y el descalabro.

Ya que hablamos de descalabro, el palazo económico que nos comimos en agosto, y aún no digerimos, nos llevó a elogiar la capacidad de resilienci­a (palabra espantosa si las hay) del argentino: esa cualidad que nos lleva a adaptarnos y a recuperarn­os frente a un agente perturbado­r o a una adversidad. Tampoco es mérito: la necesidad tiene cara de hereje cuando la opción es adaptarse o morir. No, flaco, no somos unos cracks porque surgimos siempre de las cenizas: tenemos una capacidad enorme para caer, para desatar crisis, para frustrarno­s, para anular logros, para dar vuelta el viento, para torcer el rumbo, para terminar siempre chupando un palo en medio del camino. Esto es lo que debería alarmarnos y no ese gozo fútil y conformist­a que pregona: “Estoy en la lona, pero ya van a ver cuando me levante”. Esa es una mentalidad de historieta. Y ya estamos grandes.

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