Menuda idiosincrasia la argentina
Disculpen que insista, pero una de nuestras pasiones ejerce cierta identificación con la derrota. Es una pasión malsana, pero no todo es épica en la vida. Concebimos el éxito, o su herma- na menor, la victoria, sólo si la remamos desde abajo, si venimos del fondo del pozo. Ese no es mérito: si estás en el fondo, sólo te queda ir para arriba.
Pasó con el reciente, y frustrante, Mundial Rusia 2018. La tarde de la final Francia-Croacia, decíamos: “Nos ganaron el campeón y el subcampeón del mundo”. Lo lógico hubiese sido admitir: “Debimos estar allí”, porque pudimos estar allí. La sinceridad siempre te ayuda a enmendar errores. La épica del fracaso en cambio, en espera de la remontada heroica que no llega nunca, te machaca los dedos con la maza de la decadencia y el descalabro.
Ya que hablamos de descalabro, el palazo económico que nos comimos en agosto, y aún no digerimos, nos llevó a elogiar la capacidad de resiliencia (palabra espantosa si las hay) del argentino: esa cualidad que nos lleva a adaptarnos y a recuperarnos frente a un agente perturbador o a una adversidad. Tampoco es mérito: la necesidad tiene cara de hereje cuando la opción es adaptarse o morir. No, flaco, no somos unos cracks porque surgimos siempre de las cenizas: tenemos una capacidad enorme para caer, para desatar crisis, para frustrarnos, para anular logros, para dar vuelta el viento, para torcer el rumbo, para terminar siempre chupando un palo en medio del camino. Esto es lo que debería alarmarnos y no ese gozo fútil y conformista que pregona: “Estoy en la lona, pero ya van a ver cuando me levante”. Esa es una mentalidad de historieta. Y ya estamos grandes.