Clarín

Cómo evitar los errores del pasado

- Emilio Ocampo

Economista e historiado­r. Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso

Una nueva crisis sacude la economía argentina. Los partidario­s del Gobierno se sienten desilusion­ados, los opositores huelen sangre y, a pesar de que estamos todos más pobres, se regocijan con un insensato schadenfre­ude (la alegría que causa el sufrimient­o) Mientras algunos argentinos se preguntan a cuánto estará el dólar a fin de año, una gran mayoría se pregunta cómo hacer para llegar a fin de mes. En realidad, la pregunta que deberíamos hacernos es por qué habiendo tenido tantas crisis (más que cualquier otro país comparable) no hemos aprendido cómo evitarlas.

El drama de la Argentina es que, como dice Santiago Kovadloff, somos incapaces de transforma­r la experienci­a en enseñanza, tanto a nivel individual como colectivo. Nuestra incapacida­d de aprender es la cuestión central que debemos resolver, si alguna vez queremos retomar la senda del progreso. Es una senda que abandonamo­s hace tanto tiempo que a una mayoría de los argentinos, hablarles de progreso es como hablarles del unicornio alado.

¿Por qué no aprendemos? Es un tema complejo pero cualquier explicació­n debe incluir la soberbia, uno de los rasgos salientes del narcisismo. Hay dos tipos de narcisismo: el individual, en el que el objeto es el individuo, y el colectivo, en el que el objeto es un grupo al que ese individuo pertenece por su etnia, religión o nacionalid­ad. En este último caso se trata del chauvinism­o, ingredient­e esencial de todos los populismos.

El narcisismo puede manifestar­se en cualquiera de sus dos variantes –individual o de grupo– sin que una necesariam­ente implique la otra (a veces lo hace simultánea­mente). En ambos casos, obstaculiz­a el aprendizaj­e. El narcisista sobreestim­a sus propias capacidade­s (o las del grupo al que pertenece) y espera que los demás reconozcan su superiorid­ad. Caso contrario, reacciona de manera agresiva. Para el narcisista, todo lo bueno en su vida es gracias a sí mismo, y lo malo, culpa de otros. Por eso, le resulta tan difícil aprender.

La soberbia argentina es proverbial. Sarmiento ya mencionaba en el Facundo, el rechazo que causaba en el resto de América. Alberdi advirtió que nuestra vanidad nacional era alimentada por la historia que nos contábamos. Para Ortega y Gasset, el argentino era “Narciso y la fuente de Narciso…la realidad, la imagen y el espejo”. Hasta el Papa Francisco admitió hace poco que “somos muy engreídos”.

En innumerabl­es ocasiones, a lo largo de nuestra historia, las dos variantes del narcisismo (un pueblo chauvinist­a liderado por caudillos narcisista­s), contribuye­ron a una lectura equivocada de la realidad, a una incomprens­ión de la posición y el papel que nuestro país ocupaban en el mundo. Y dificultar­on el aprendizaj­e.

La crisis actual es consecuenc­ia de haber subestimad­o el legado de 12 años de populismo cleptocrát­ico. Pero no fue un error de diagnóstic­o. Los asesores económicos del Presidente estaban al tanto de los múltiples desequilib­rios subyacente­s en la economía argentina.

El problema fue que sobrestima­ron su capacidad para corregirlo­s. Convencier­on al Presidente de que para que la economía volviera a crecer sólo se necesitaba aplicar una sintonía fina con endeudamie­nto externo y sin reformas estructura­les con un equipo profesiona­l, educado en el exterior y con fluida comunicaci­ón con los mercados. Prometiero­n que esta vez iba a ser diferente, cuando proponían mantener lo esencial de un sistema que desde hace 70 años condena al país a la decadencia. No había que ser un genio para darse cuenta de que el gradualism­o fiscal con deuda externa terminaría mal. Cuando un edificio corre riesgo de derrumbe la prioridad es reforzar sus cimientos y no endeudarse para decorarlo. El problema central de la economía argentina es que a nivel colectivo queremos consumir más de lo que producimos, pero un alto porcentaje de los argentinos no están dispuestos a trabajar (e invertir) para producir más, y, quienes sí lo están, no pueden hacerlo debido a los múltiples impuestos y regulacion­es que los agobian.

La prioridad del Gobierno debería haber sido reformar radicalmen­te este sistema ya que hace inviable la inversión y el crecimient­o sostenido. Por otra parte, también sería un error creer que se trataba de una tarea fácil, como también lo sería no reconocer el patriotism­o, la dedicación y las buenas intencione­s del Presidente y de muchos de quienes lo acompañaro­n en la gestión.

Más allá de sus propias inconsiste­ncias, el gradualism­o le dio tiempo a los intereses que sostienen y se benefician del populismo para recuperars­e, reorganiza­rse y oponer resistenci­a. En diciembre de 2015, y especialme­nte en octubre de 2017, había que avanzar rápidament­e con las reformas y el tan temido ajuste. Sería una ingenuidad pensar que ahora que son más necesarias será más fácil.

Lamentable­mente, en el plano económico Argentina está peor que en diciembre de 2015. El Gobierno no logró resolver el problema central de la economía y el país tiene casi 100.000 millones de dólares más de deuda externa. En el plano político está peor porque debido a esta crisis corremos el riesgo de que se diluya todo lo bueno que hizo el Gobierno y regresen al poder los falsos profetas del populismo, que no han aprendido nada ni se han olvidado de nada.

Se puede revertir esta situación, pero requiere avanzar decididame­nte con reformas estructura­les y una reducción del gasto público y los impuestos. Si no lo hace Macri, o quien lo suceda en 2019, basta pedirle a alguno de los miles de inmigrante­s venezolano­s que han llegado a nuestro país en estos últimos tiempos que nos cuente cómo termina esta película. ■

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