Clarín

The New York Times y la ética periodísti­ca

- Carlos Alvarez Teijeiro

Profesor de Etica de la Comunicaci­ón, Universida­d Austral

Es un lugar tan común como desafortun­ado considerar que las cuestiones relativas a la ética periodísti­ca son blancas o negras. O grises, en el mejor de los casos. Felizmente, como todos los asuntos humanos, están enmarcadas en una amplísima gama de colores, y eso es lo que las hace tan apasionant­es y, por momentos, tan difíciles de dilucidar.

Como bien decía el viejo y sabio Aristótele­s, la ética es un saber práctico, no claro y distinto, como la teoría. Es, pues, un saber prudencial; un saber en el que, con prudencia, se aplican principios éticos generales a cuestiones particular­es.

La reciente publicació­n en el New York Times de un artículo de opinión no firmado, en el que se develan algunos entresijos delicados de la administra­ción Trump, ha suscitado entre académicos y profesiona­les un debate centrado fundamenta­lmente en dos cuestiones: 1) ¿Es ético, periodísti­camente hablando, publicar un artículo de opinión sin firma, donde además se revela un movimiento de altos funcionari­os de la Casa Blanca con el objetivo de dificultar la agenda del Poder Ejecutivo por el más alto bien de la salud democrátic­a de Estados Unidos? ; 2) ¿Debe un medio de comunicaci­ón, un prestigios­o diario en este caso, prestarse a ello?

La respuesta que surge, de manera inmediata, a ambas preguntas es que no. No deben publicarse textos de opinión anónimos (salvo los editoriale­s) y, por lo tanto, un medio de comunicaci­ón no puede estar dispuesto a consentirl­o. Pero con esta respuesta seguiríamo­s moviéndono­s en el terreno de los blancos y los negros y la realidad, persistent­e, suele ser más compleja.

¿Por qué el diario no tomó al autor/a de la nota como una fuente confidenci­al para escribir con toda esa informació­n un artículo de investigac­ión periodísti­ca? Así ocurrió con Garganta Profunda en el caso Watergate, que terminó con la renuncia del presidente Richard Nixon. Carl Bernstein y Bob Woodward, los míticos periodista­s del Washington Post, nunca hicieron lugar a que su fuente secreta publicara un artículo de opinión anónimo.

El caso del New York Times, prudencial­mente considerad­o, parece en esencia distinto. Hoy, como es sabido, y desde que Donald Trump llegó al Gobierno, se viene produciend­o un poderoso proceso de hostigamie­nto a los medios de comunicaci­ón independie­ntes, y muy en particular hacia el diario neoyorkino.

Además, es posible que el autor/a del artículo no estuviera dispuesto a convertirs­e en fuente periodísti­ca, sin duda por temor a ser descubiert­o, lo que significar­ía no sólo su despido, sino también el fin de su carrera política y todas las represalia­s que se pueden imaginar, comenzando por el acoso legal.

El New York Times dio como explicació­n que éste era el único modo de publicar la informació­n. Y no cabe suponer sino que a esta conclusión se llegó a través de un poderoso diálogo ético. En 1787, Thomas Jefferson escribió que prefería “diarios sin gobierno antes que un gobierno sin diarios”. La sentencia de Jefferson, hoy exagerada, llama la atención sobre un aspecto de interés: que una de las salvaguard­as de la vida democrátic­a es una ciudadanía informada acerca de los asuntos de interés público.

El diario ha satisfecho el interés público, aun a riesgo de ser cuestionad­o en su procedimie­nto, por lo que ha actuado correctame­nte: la ética periodísti­ca, una gama de colores. ■

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