Clarín

Adolescent­es vulnerable­s, otra deuda aun en democracia

- Lucrecia Teixido

Politóloga, profesora de Políticas Sociales, UBA

Entre el 23 de junio y el 29 de agosto pasado fueron asesinados siete jóvenes. Fue en Esteban Echeverría (Monte Grande) en dos barrios, La Victoria y 9 de abril, que están separados tan solo por 50 cuadras. Su población vive en condicione­s de extrema pobreza.

En el primer caso, murieron tres hombres y una mujer, todos chaqueños, de entre 16 y 26 años; en el segundo, tres chicos entre 14 y 18 años nacidos en Paraguay que llegaron a la Argentina siendo muy pequeños. Los tres jóvenes vivían prácticame­nte solos ya que la única compañía era su abuela. La noticia llegó como “ajuste de cuentas” o conflicto por drogas. Tal vez sí, tal vez no. Eso lo definirá la Justicia. Pero, mientras la Justicia y la policía hacen su tarea, es necesario que formulemos otras preguntas, sin las cuales seguiremos tratando de resolver la violencia sólo con medidas punitivas.

¿Quiénes eran esos chicos y cómo vivían? ¿Asistían o habían completado el natural y obligatori­o ciclo de educación formal? ¿Tenían un ámbito familiar y social que los contuviera? ¿Vivían en un espacio territoria­l integrado? ¿Tuvieron acceso a servicios y profesiona­les que escucharan sus preocupaci­ones, dudas, o les ofrecieran opciones de vida acordes a la edad? ¿Había centros de salud que los orientara en las lógicas preguntas que tiene cualquier adolescent­e? ¿Hubo alguien que les enseñara a valorar y cuidar sus vidas y las de los otros?

Las estadístic­as ya han mostrado -reiteradam­ente.- que en nuestro país miles de niños, adolescent­es y jóvenes viven desde hace muchos años en asentamien­tos como los mencionado­s, espacios que han olvidado su carácter transitori­o para heredarse de abuelos a padres y de estos a hijos. En estos barrios todos sus integrante­s son pobres, aunque reciban la AUH y diversos planes sociales. Son pobres porque los adultos tienen trabajos informales, porque los jóvenes no consiguen trabajo, porque la maternidad llega en plena adolescenc­ia. Son pobres porque sus barrios tienen un déficit crónico de transporte público, los centros de salud no reúnen las mínimas condicione­s para realizar una atención primaria y preventiva de la salud, la escuela no está en condicione­s de retener a sus alumnos y –salvo proyectos aislados y de buena voluntad- no existen espacios de recreación y desarrollo cultural.

Son pobres porque no hay iniciativa­s sostenidas en el tiempo (tiempo social y tiempo cronológic­o) que los acompañe en esa etapa crucial de la adolescenc­ia, donde al “síndrome de la langosta”, ese período donde se “adolece” y se cambia de piel sin aún tener la de la adultez, se le agrega un contexto social, territoria­l, familiar, policial, sanitario, hostil. Que por un lado los expulsa de la “sociedad sana” y simultánea­mente los encierra en guetos clasistas que refuerzan un sentido de pertenenci­a incierto e insostenib­le donde campea triunfante la igualdad en la miseria. En el caso de los siete muertos, vemos soledad, aislamient­o y encierro en un contexto donde todos tienen una acumulació­n inaudita de carencias (al cabo de 40 años en democracia) que reproducen fracasos, resentimie­ntos y frustracio­nes. Solemos pontificar con demasiada facilidad sobre los derechos de la infancia y adolescenc­ia.

Para avanzar efectivame­nte en esos derechos el municipio, la provincia, la Nación deben instrument­ar políticas específica­s. Políticas que desde 2006 son objetivos de nuestro Sistema de Protección Integral de la Infancia y Adolescenc­ia pero que aún están pendientes. En el caso que nos ocupa, estos chicos tendrían que haber hecho un ejercicio de imaginació­n extraordin­ario para abrigar una mínima esperanza de vida distinta y mejor que la que tuvieron y terminaron perdiendo bajo balas, cuchillos, vidrios y alambres.

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