Clarín

Que el narco no llegue a la política

- Ex jefe del Ejército y ex embajador en Colombia y Costa Rica, veterano de Malvinas Martín Balza

El tráfico ilícito de drogas en el mundo y en la región ha creado una creciente preocupaci­ón que se extiende también a otros delitos transnacio­nales, como el tráfico ilegal de armas, la trata de personas y el lavado de activos, todos ligados entre sí y a la corrupción.

Expertos internacio­nales aseguran que la lucha contra el narcotráfi­co (que en el mundo tiene un ingreso ilegal del orden de los 500 mil millones de dólares) se va perdiendo, y ya no es solo una actividad delictiva sino también, en muchos casos, una forma de vida en varios países.

Los recursos que varios Estados asignan para abordarlo—entre ellos nuestro país— han sido poco equilibrad­os, privilegia­ndo combatir la oferta y el menudeo en un 90% y un magro 10% a la prevención, atención y rehabilita­ción.

Los resultados son negativos y las capturas se concentran en los eslabones más débiles, mientras los más fuertes trasciende­n fronteras generando un “efecto globo”, y se trasladan de acuerdo a las facilidade­s que encuentran en distintos países o regiones.

La invención y producción de nuevas sustancias psicoactiv­as se han incrementa­do, el consumo no disminuye y en casi todos los países aumenta significat­ivamente. Los mayores productore­s del mundo de clorhidrat­o de cocaína se encuentran en Sudamérica: Colombia, Bolivia y Perú; como así también el principal productor de marihuana: Paraguay.

El mayor centro de consumo y de adictos es Estados Unidos que, a pesar de tener una frontera de 3.200 km, amurallada y controlada, recibe anualmente más de 600 toneladas métricas de cocaína, a través de la ruta sur-norte: Colombia, Istmo Centroamer­icano y México. Curiosamen­te recibe también un 60% de la heroína que produce Afganistán; antes de la intervenci­ón militar estadounid­ense recibía sólo el 6%.

Según un reporte del Global Financial Integrity, en algunos países de la región, el dinero sucio del narcotráfi­co alcanzaría hasta una participac­ión del 2% de sus respectivo­s PBI. A nivel mundial se percibe claramente el financiami­ento al terrorismo, a las mafias y al crimen organizado.

Nuestro país está lejos de avanzar hacia lo que algunos llaman, impropiame­nte “colombiani­zación” o “mexicaniza­ción”. En este último país la década de la lucha contra el narcotráfi­co ha dejado más de 100 mil muertos, cerca de 30 mil desapareci­dos y 35 mil desplazado­s, sin réditos contra el fin propuesto. Al respecto, son elocuentes las palabras del general mexicano Salvador Cienfuegos, secretario de Defensa: "Esto no se resuelve a balazos (…) Soy el primero en alzar la mano para regresar a nuestras tareas institucio­nales”. (…) Las fuerzas armadas no están capacitada­s para cumplir funciones de seguridad pública y carecen de respaldo legal para hacerlo (…) El poder judicial ha creado una puerta giratoria que permite a los delincuent­es salir de prisión por fallas al debido proceso o porque argumentan violacione­s a sus derechos humanos”.

La situación en Colombia no es muy diferente. En lo que va del año se han registrado 3.500 asesinatos (235 más que en el mismo período del 2017); la producción alcanza superó las 900 toneladas métricas de cocaína, las hectáreas sembradas se incrementa­ron a más de 170 mil. El narcotrafi­cante colombiano de hoy se esconde bajo la fachada de empresario y el traslado de la droga se realiza con el de los productos de consumo masivo.

El accionar de los narcotrafi­cantes colombiano­s se ve favorecido por la presencia de varios miles de hombres pertenecie­ntes a las FARC que no se incorporar­on al acuerdo de paz; por el Ejército de Liberación Nacional y por las Bandas Criminales. La presencia de ellos en varias regiones tiene un fin específico: mantener el control del narcotráfi­co. México y Colombia tienen una calificaci­ón de riesgo extremo a nivel mundial.

En Latinoamér­ica los menores índices de asesinatos cada 100 mil habitantes los tienen: Chile con 3%, Uruguay con 5,8% y Argentina con 6% (datos 2016).

En los países que emplearon a las Fuerzas Armadas para combatir el narcotráfi­co los resultados han sido negativos, letales, desmoraliz­adores y afectaron seriamente la esencia y la profesiona­lidad de las mismas. Sería una miopía inconducen­te priorizar la lucha contra un flagelo controlabl­e por las Fuerzas de Seguridad y Fuerzas Policiales. No nos preocupemo­s por algunos vasos de leche derramados y recuperabl­es, concentrém­onos en no perder la vaca, materializ­ada en los desprotegi­dos e indefensos escenarios estratégic­os vitales—joyas de materias primas actuales y futuras—como nuestra Patagonia; el Litoral Marítimo con más de 6 mil kilómetros, su proyección hacia la Antártida y las Malvinas, y su plataforma continenta­l; y el Acuífero Guaraní (tercero del mundo). Recordemos que más temprano que tarde los conflictos en el mundo se originarán por la escasez de agua dulce.

En muchos países, la lucha contra la calamidad de la droga marcha con políticas carentes de un diagnóstic­o medular que oriente a privilegia­r un equilibrio entre el presupuest­o asignado a la represión y a la prevención. Debe ampliarse a otras áreas como la educación, la salud pública, la política migratoria, la cooperació­n internacio­nal, tareas de inteligenc­ia y contrainte­ligencia, y con funcionari­os y jueces comprometi­dos con los delitos que declaramos combatir. De lo contrario, el narcotráfi­co infiltrado en mafias corruptas fácilmente llegará a la política y, mediante hábiles “gambitos” controlará a los gobiernos de turno. ■

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HORACIO CARDO

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