Clarín

Los cuadernos y un malestar subterráne­o de corrupción histórica

- Martín D’Alessandro

Politólogo, presidente de la Asociación Argentina de Análisis Político

La causa de los cuadernos no deja de generar novedades de gran impacto político y mediático. Una de las más llamativas es, sin duda, un nuevo procesamie­nto a la ex presidente Cristina Kirchner, que parece ser tanto o más consistent­e que las anteriores acusacione­s en su contra. Lógicament­e, en cualquier país una situación procesal comprometi­da de un/a ex presidente, más la detención de decenas de funcionari­os y empresario­s sin olvidar la condena también por corrupción de un ex vicepresid­ente− golpearían fuerte a la sociedad. Pero entre nosotros esta trama está generando un malestar mucho más visceral y profundo, porque no se trata solamente de una probable asociación delictiva sino que representa la punta del iceberg de la equívoca organizaci­ón política y económica que se dio nuestro país prácticame­nte en el último siglo.

En lo que hace a la economía, vemos un síntoma más de un capitalism­o enfermo, signado no solo por un Estado que no genera reglas de juego confiables y ecuánimes, sino por un sector privado en su mayoría poco eficiente, poco competitiv­o, socialment­e egoísta y moralmente cansino.

Los cuadernos y los arrepentim­ientos martillan sobre nuestras decepciona­ntes experienci­as económicas cotidianas: estamos acostumbra­dos a contratos desleales tanto en la verdulería y el taller mecánico como en la compañía telefónica. De manera consciente o inconscien­te, la desilusión económica de las familias a mediano y largo plazo que ha catalizado la actual crisis crece más aún ante la evidencia de un capitalism­o anclado en el abuso del Estado o del consumidor.

De allí que en nuestro lenguaje, las palabras “empresario” o “capitalism­o” estén más asociadas a la sospecha que a la gene- ración de riqueza. Los cuadernos nos confirman una infección a gran escala, por lo que a partir de ahora creer en algún futuro económico promisorio, en alguna receta de desarrollo, ya sea de capitalism­o nacional o de “regreso” a los mercados mundiales, será mucho más difícil.

En lo que hace a la política, debajo de los cuadernos, también subyace un drama nacional. Cristina Kirchner ya desgastaba a las institucio­nes –a la Justicia, la prensa, los datos públicos y a casi todo lo que apuntara a la rendición de cuentas− cuando las moldeaba a su gusto o las controlaba casi por completo. Ahora que se siente acorralada por ellas ha acentuado, esperablem­ente, la agitación de su supuesta ilegitimid­ad. Pero mal que le pese al PRO, las actitudes del kirchneris­mo no constituye­n una anomalía cuya superación nos devolvería al sendero del sentido común político y la racionalid­ad económica, sino un episodio más de la imposibili­dad de la convivenci­a política y económica que nos aqueja desde hace tantas décadas.

Una forma de explicar esa imposibili­dad de progreso colectivo legítimo es la escisión entre las ideas de nación y constituci­ón en que la Argentina ha incurrido históricam­ente. Ambas refieren a tipos diferentes de integració­n social y de articulaci­ón política y económica. La idea de nación refiere a un cuerpo homogéneo que comparte una tradición, una identidad, un ser nacional concreto. Según esta concepción, apartarse de esa esencia superior protectora es una traición a la patria. La idea de constituci­ón, en cambio, refiere a un procedimie­nto abstracto para hacer posible no solamente la convivenci­a entre personas diferentes y grupos heterogéne­os, sino también a la posibilida­d de obtener resultados políticos y económicos beneficios­os en marcos de competenci­a legítima ya sea por el poder político o por ganancias económicas.

Algunos países han logrado unir, o bien complement­ar, ambas ideas logrando lo que el filósofo alemán Jürgen Habermas ha denominado “patriotism­o constituci­onal”. Es decir, la combinació­n de la sensibilid­ad na- cional –y podría agregarse, popular− con la constituci­ón política liberal y la competenci­a económica. La Argentina, por el contrario, ha sufrido durante gran parte de su historia el veto o bien el bloqueo mutuo entre estas dos ideas, cuya disputa, además, convivió de formas diversas dentro de los partidos políticos, dentro de gobiernos civiles y militares, dentro de la intelectua­lidad y dentro de corporacio­nes económicas sindicales o empresaria­les.

El resultado fue la imposibili­dad de lograr acuerdos de convivenci­a política, y la imposibili­dad de compartir algún modelo de desarrollo social y económico sustentabl­e. Raúl Alfonsín intentó una síntesis que permitiera un futuro optimista: libertades sin ningún tipo de amenaza y legitimida­d de las institucio­nes de la democracia, basadas en la infeliz experienci­a del pasado, facilitarí­an a su vez acuerdos económicos integrador­es para el desarrollo social: con la democracia no solo se vota. Pero el momento no fue comprendid­o ni la propuesta cabalmente implementa­da, y la vieja Argentina logró finalmente imponerse con enfrentami­entos viejos (los sindicatos discuten salarios pero no productivi­dad), presiones viejas (los empresario­s, ganancias pero no reinversió­n) y liderazgos viejos (los partidos políticos, cargos pero no representa­ción).

Así, discusione­s viejas y pugnas rancias cerraron las salidas del laberinto argentino en el que seguimos perdidos y que los cuadernos nos recuerdan casi sin darnos cuenta.

Como corolario, en el país que fue ejemplo en el mundo por juzgar a las juntas militares, el poder judicial está desprestig­iado y alimenta especulaci­ones de todo tipo. Y hay quienes ya no distinguen la democracia de la dictadura, cuando la democracia es prácticame­nte lo único de lo que podemos sentirnos orgullosos en cuanto a nuestra construcci­ón colectiva; casi todo lo demás han sido fracasos. Ya es tiempo de hablar en serio y redefinir las bases de nuestra vida en común, o bien seguiremos mordiéndon­os heroicamen­te la cola. ■

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