Clarín

Conversar con él era como tener una cátedra particular de arte y de la vida

- Recuerdos Vladdo

Lo conocí fugazmente a finales de los años ochenta, cuando vino a Colombia a una feria del libro. En aquella oportunida­d casi no tuvimos tiempo de conversar. No sólo porque él era muy tímido, sino porque a mí también me daba pudor importunar­lo. Luego me enteré de que en ese viaje sí departió un buen rato con Osuna, otro maestro, que era más o menos de su misma generación e igualmente consagrado en ese oficio de opinar a punta de dibujos.

Aunque le seguía la pista a su trabajo, nunca mantuvimos contacto directo y sólo volví a verlo casi 20 años después, cuando lo invitaron a Bogotá a un festival. Allí me pusieron a compartir tarima con Sábat, gesto que recuerdo con emoción.

Tuvimos ocasión de charlar sin afanes. Conversar con Sábat era como tener una cátedra particular de arte, de humanidade­s, de la vida. Era de hablar pausado; tenía una mirada traviesa y una sonrisa a medio camino entre la perversida­d y la ternura.

En aquella estadía suya en nuestra capital pudimos compartir almuerzos, comidas, conferenci­as y varias anécdotas de esas que sólo se viven en esta ciudad. Por ejemplo, un domingo por la noche, salimos a comer; pero después de dar muchas vueltas fue imposible encontrar abierto un restaurant­e que no fuera una pizzería o un local de comida chatarra; de modo que volvimos a su hotel, donde él, finalmente, pudo comer algo medio decente. Ese día sentí pena aje- na por esta ciudad en la que todavía hoy muchos restaurant­es no atienden en las noches de los días festivos.

Recuerdo también el miniconcie­rto de clarinete que él trató de improvisar después de la conferenci­a que compartimo­s, pero que fue malogrado por la altura de Bogotá, que prácticame­nte lo dejaba sin aliento.

Tres años después, en un viaje que hice a Buenos Aires, para participar en el congreso anual de la Society for News Design, coincidimo­s en varios eventos, entre ellos una interesant­e conferenci­a suya, en la que repasaba su trayectori­a en diarios argentinos e internacio­nales. Fue, como siempre muy cariñoso y hasta me hizo una caricatura que aún conservo.

Nuestro siguiente encuentro fue hace cinco años, cuando volví a Buenos Aires con mi hija. Una tarde nos invitó a tomar café y comer galletitas en su taller, lugar en el que también daba clases. En ese ‘tour’ pude ver la devoción y el respeto que sus alumnos le profesaban. Y no era para menos, pues sabían que era un grande.

Aparte de dibujar y pintar como los dioses, Sábat cultivaba la escritura y la música. Bien conocida era su debilidad por los grandes maestros del jazz, a quienes no sólo retrataba y escuchaba, sino que además interpreta­ba con su clarinete. También era un gran conocedor de tango; publicó sendos libros sobre Gardel y Piazzolla, con quien tuvo una relación cercana.

Luego fuimos a comer al barrio de La Boca, a uno de esos tradiciona­les boliches donde los comensales, como en las películas, no parecen clientes sino miembros de una familia. Fue la última vez que nos vimos y la última vez que conversamo­s.

Va a ser muy raro volver a Buenos Aires y no poder hablar con él. ¡Adiós, viejo querido! ■

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