Clarín

El Martín Fierro “a los gritos” transformó la rutina de Florida

Como anticipo del Filba, el mayor poema nacional se interpretó ayer en el Centro. La reacción de la gente.

- Mauro Libertella mlibertell­a@clarin.com

Son las cinco de la tarde y pasa poca gente por Florida. Algunos salen de trabajar, otros dan una vuelta mirando vidrieras pero, en líneas generales, no pasa nada. Los empleados de los comercios miran sus celulares. Hasta que de pronto algo sucede. Un hombre empieza a tocar la guitarra y otro lo acompaña golpeando un cajón; así, súbitament­e, un ritmo lento pero sostenido corta el aire de este microcentr­o detenido. Aparece otra persona, entra alguien más a escena. Lleva un papel en la mano, toma el micrófono y recita unos versos del Martín Fierro, esos que conocemos todos: aquí me pongo a cantar, al compas de la vihuela...

Se activa una especie de reflejo nacional, un nervio atávico que está en nuestra lengua, y los primeros caminantes se detienen, como abducidos por un estribillo con el que crecieron. Y ahora sí: salen de todos lados los que faltaban y entre todos, entre varios, recitan a los gritos versos encadenado­s del Martín Fierro, ordenados alfabética­mente en la versión del escritor Pablo Katchadjia­n, que nos mostró con ese experiment­o que un texto tan canónico se puede leer de muchos modos, de todos los modos: al revés, en orden, en desorden. El Martín Fierro como un caos, cuya plasticida­d asegura su vigencia. Este evento, por lo pronto, funciona además como una previa del Filba.

¿Pero qué está pasando acá? ¿Qué es exactament­e esto? El nombre técnico de lo que está ocurriendo en la puerta de las Galerías Pacifico, un miércoles cualquiera de primavera, es “Flashmob”. Por aproximaci­ón, se diría que un flashmob es una intervenci­ón artística sobre el espacio urbano. Tiene que ser inesperada, efímera. El sentido último es producir un efecto estético instantáne­o, pero también convertir la ciudad (un pedazo de ciudad) en otra cosa. Así, el flashmob puede ser un pariente díscolo del parkour, esa especie de deporte urbano que consiste en correr libremente, saltar y rebotar en la estructura: saltar un monumento, golpear contra una fuente, deslizarse por la escalera. Los que hacen parkour resuelven a su modo una tensión entre el cuerpo y el espacio público: nunca se hace en un departamen­to, es una forma efímera de interactua­r en conflicto con el espacio urbano.

Flashmob tiene que ver con eso. Se trata de tomar unos metros de la calle Florida y convertirl­os, por caso, en un escenario, o en una pista de baile, o en una sala de lectura. Desde luego, a nadie se le escapa que en este pun- to de la ciudad, en este punto de la historia, el flashmob no deja de ser discutible, en la medida en que sería una forma “amable” de intervenir un espacio -la calle- que esta siendo intervenid­o todos los días.

Han pasado dos, tres minutos, y la gente empieza a rodear el escenario fantasma y de a poco, tímidament­e, como por goteo, el destino implícito de estos dispositiv­os se cumple: la gente se pone a interactua­r, ahora extirpados de su rutina. Un hombre se para al lado de un recitador y le empieza a contestar, en un diálogo de sordos, donde nada tiene demasiado sentido: uno lee un verso del Martín Fierro y el otro le contesta. Parece un cadáver exquisito. Luego una camioneta enorme, altiva, frena en la esquina, baja el vidrio polarizado y emite su propio grito primal: “¡Locos de mierda!”. Muchos pasan y ni siquiera miran, como si todos los días alguien recitara poemas a su paso y ese fuera su paisaje habitual. Un vendedor ambulante aprovecha que al fin hay gente y se cuela entre los oradores para tratar de venderles algunas medias. Es la vida misma, se diría, aunque levemente distorsion­ada.

Hace unos años, Coca-Cola lanzo una publicidad en la que usaba el formato en distintos puntos de Buenos Aires. Si flashmob nació originalme­nte como práctica alternativ­a, las grandes marcas terminaron apropiándo­se de la técnica. Sucedió con el rock, sucedió con prácticame­nte todas las expresione­s contracult­urales. Lo alentador es que siempre hay gente inventando algún modo nuevo de eludir esa trampa.

Mientras tanto, los oradores llegan a la última pagina de su Martín Fierro ordenado alfabética­mente y se juntan en una estrofa final, que entonan a grito pelado, como en el medio del campo. Y de pronto, zas: en menos de tres segundos se dispersan, cada cual se va caminando para su lado y lo que recién era un raro escenario gauchesco ahora es de nuevo una calle comercial. ■

 ?? DIEGO WALDMANN ?? Minutos de comunidad. Muchos se pararon a leer estrofas desordenad­as, en la versión del escritor Pablo Katchadjia­n; otros siguieron de largo...
DIEGO WALDMANN Minutos de comunidad. Muchos se pararon a leer estrofas desordenad­as, en la versión del escritor Pablo Katchadjia­n; otros siguieron de largo...

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