Clarín

El lenguaje del odio

- Norma Morandini

Ellos las insultan por las redes. Usan expresione­s machistas, soeces y denigrante­s. Ellas les responden masivament­e en bulliciosa­s manifestac­iones callejeras. El fenómeno comenzó con el presidente Donald Trump desde el mismo día de su asunción.

Las mujeres de su país salieron a las calles para protestar contra sus desbocadas y agresivas expresione­s sobre las mujeres para que no quedasen dudas de quiénes serían sus verdaderas adversaria­s. Un fenómeno que saltó sobre los muros y ha tenido su emulación más ruidosa muy cerca nuestro, donde las mujeres a lo largo y ancho de Brasil salieron a la calle para reclamar contra el candidato Jair Bolsonaro que llegó a decir que las mujeres no deben ganar igual que los hombres porque se embarazan y en un debate parlamenta­rio denigró a su adversaria política diciéndole que eran tan fea que no merecía ser violada.

Sin duda, existe más de una razón para explicar de manera racional la misoginia que recorre como plaga el continente y las multitudin­arias manifestac­iones del “Me too”, “Ele nao” o nuestra “Ni una menos”. Es probable también que tanto Trump en Estados Unidos como Bolsonaro, en Brasil, por especulaci­ón electoral, se hayan montado sobre los sentimient­os reprimidos que anidan en las sociedades con miedo o atravesada­s, todavía, por una cultura atávica que en Occidente mandó a silenciar a las mujeres e hizo de la política una cuestión de varones.

Pero ¿qué odios impulsan esos desprecios, las agresiones y la denigració­n de la mujer en un momento en el que somos visibles, se reconocen nuestros derechos, las leyes nos legitiman, se feminizan los claustros como la política, las empresas como los tribunales?

Nunca antes en la historia tuvimos tanta li- bertad de acción y movimiento­s y sin embargo nunca antes se registra aquí y acullá, tanta violencia contra las mujeres.

Nunca antes las universida­des estuvieron tan llenas de mujeres. Sin embargo, las muchachas pueden ser violadas en los campus universita­rios o en los baldíos junto a las universida­des. ¿Será que odiar da seguridad?, se pregunta la alemana Carolin Emcke, en un pequeño gran libro “Contra el Odio”, para desmenuzar y por eso entender ese sentimient­o que se desparrama peligrosam­ente por el planeta y en cada país se expresa de diferente manera.

Si no sintieran tanta seguridad no odiarían, se responde. No hablarían de esa manera. No harían tanto daño, no matarían de esa manera. Si no odiaran no podrían humillar, despreciar, atacar a otros. Si se duda del odio no es posible odiar.

Y para odiar es necesario que se limen los bordes de la individual­ización. Se odia a las mujeres, a los negros, a la policía, a los judíos, a los políticos, a los periodista­s. “El odio se fabrica su propio objeto y lo hace a medida”. Son colectivos indiferenc­iados sobre los que se descarga el odio y por eso se difama, agrede y desprecia. Se odia tanto al poderoso como se desprecia al marginal. Siempre es a otro indiferenc­iado.

A esta altura, parecerá excesivo nombrar como odio los insultos y las agresiones callejeras, las ofensas y obscenidad­es que circulan por la red en las que se insulta anónimamen­te. Con razón se dirá que el rechazo o la desconfian­za a lo que nos es ajeno o extraño siempre existió, pero cuando se tiene en las espaldas históricas tanto sufrimient­o por causa del odio que nos atravesó en el pasado, alarma volver a escuchar entre nosotros un discurso público tan embrutecid­o y tan degradado cívicament­e, sin que a nadie le abochorne exhibir el resentimie­nto. O que la cortesía, el respeto al otro se vea como ingenuo.

Un significat­ivo retroceso en nuestra convivenci­a o un preocupant­e desprecio al sistema democrátic­o que es precisamen­te el que se construye sobre el respeto.

Una sociedad sin respeto conduce a la sociedad del escándalo, observa el filósofo coreano Byung Chul Han al analizar la sociedad como un enjambre digital porque “el respeto constituye la pieza fundamenta­l para lo público. Donde no hay respeto decae lo público”.

Por eso, cuando se reconoce en el otro a una persona, a un igual, el odio se disuelve. Personalme­nte, en mis años legislativ­os, hice una experienci­a que me resultó aleccionad­ora. Me ocupé de responder cada una de las cartas que me llegaban, de preferenci­a las que me denostaban. Siempre recibí de vuelta un pedido de disculpas. De modo que no hay demasiados secretos en torno al combate al odio: condenar las conductas, las agresiones. Los insultos. Nunca a las personas para no dañarlas ni humillarla­s.

Los insultos por las redes sociales son un fenómeno virtual, típico de la comunicaci­ón digital que por fugaces no configuran el espacio público de la política. Impiden el diálogo y los discursos y se preocupan solo en sí mismos. Las mujeres, en cambio, al salir a las calles, arman el “nosotras” de la acción política. Ellas tienen el alma que le falta a las expresione­s digitales y en nuestro país expresan una vitalidad que sorprende fuera de las fronteras de Argentina. Ellas deben saber que quienes las antecedier­on, las verdaderas pioneras en nuestro país, no nacieron a la vida pública de ninguna costilla poderosa, a no ser las poderosas ideas de Sarmiento al crear las Escuelas Normales, donde se formaron en el siglo XIX las primeras médicas argentinas, todas ellas activistas políticas y feministas. Desde entonces, mucho se avanzó. Sin embargo, las mujeres destacadas que hoy proyectan sus palabras en el espacio público de las opiniones deben lidiar, como aquellas, con las agresiones, las obscenidad­es de varones y mujeres heridos en su interiorid­ad y que destilan contra ellas sus resentimie­ntos. Sin embargo, también es una gran oportunida­d de aprendizaj­e para no hipotecar sus vidas, sus logros y sus dichas en las miserias ajenas, las de quienes odian porque se odian a sí mismos. ■

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