El sueño de Julieta: les enseña a los presos a usar la computadora para conseguir trabajo
“Juli” Battista (22) estudia psicología y todas las semanas se para frente a internos varones del penal de Olmos. Les da clases sobre los softwares que más piden en el mundo laboral.
Quizás, en una de esas sea verdad, que puede haber otra vida. Que el destino no necesariamente pase por esos pabellones que siempre huelen a encierro, donde la violencia es una presencia latente y permanente. Quizás sea cierto que todavía no está todo perdido y que la educación pueda darles a los internos del penal de Ol- mos alguna oportunidad cuando crucen la pesada puerta de hierro que los separa del mundo. Quizás valga la pena, piensa Julieta Battista (22), morena, robusta, decidida, una estudiante de tercer año de psicología de La Plata, que los lunes y miércoles se para frente a un grupo de presos varones de esa cárcel bonaerense para dales clases de “Alfabetización Digital”. “Esto no es un curso de computación. Acá van a aprender los pro- gramas básicos para encontrar trabajo, como Word, Excel y Power Point. El curso es de 8 clases, dura un mes. Se puede tener una falta así que úsenla bien”, casi que los reta desde la tierna cara seria con la que los mira en la clase del miércoles pasado, en la que fue acompañada por Clarín.
Para llegar al aula donde ahora Julieta está dando clases hay que bordear por dentro el muro perimetral de la unidad 1 de Olmos. Unos cuan- tos internos hacen trabajos de jardinería, ante la mirada de los guardias. “Son los de más edad y les sirve para desconectar y tomar aire”, cuenta uno de los agentes. Al fondo hay un grupo de presos “adultos jóvenes” (de 18 a 21 años) jugando al rugby, como parte de un convenio del Servicio Penitenciario Bonaerense con la fundación Espartanos, que los entrena por los valores que -dicen- transmite ese deporte. Cada tanto juegan un partido contra presos de otros penales. ¿Cómo serán esos terceros tiempos?
Al fondo está el taller de carpintería, donde ahora unos cuantos internos trabajan en la fabricación de muebles. Y arriba, subiendo por la escalera lateral y entre el ruido de las sierras y los martillazos, hay dos aulas. En una de ellas Juli -así la llaman todos- inicia su clase ante 14 presos sentados frente a antiguas computadoras. Un guardia se estaciona al lado de la puerta y de ahí no se mueve.
Para Juli hay, en esta misión, una combinación entre apuesta profesional y militancia. “Para mí este trabajo es una oportunidad. Quiero ser psicóloga en una cárcel y esto me sirve para interiorizarme. La psicología, como suele estar planteada, es una ciencia individual y clasista, fíjate cuánto cuestan las sesiones. Yo quiero hacer un cambio social, desde acá adentro”, se envalentona.
El penal de Olmos tiene hoy 2.700 internos, entre los cuales 1.392 estudian y 450 hacen cursos. Hay sólo tres psicólogos para atender a toda esa población carcelaria. Es cierto que los internos no son personas muy proclives a iniciar una terapia, pero Juli está convencida que si la cárcel no sirve para cambiar en forma positiva a las personas, entonces no sirve para nada. Y por eso su mayor aspiración es convertirse en una de las psicólogas del servicio penitenciario. Mientras, cumple el otro rol fundamental para el cambio, el de la docencia, la educación.
Empezó este trabajo en noviembre del año pasado y ya formó a 211 internos en 16 cursos, quienes le muestran su agradecimiento cada vez que terminan. Además de los programas básicos de oficina, el curso también incluye lo más importante que hay que saber sobre el manejo de Internet: cómo informarse, cómo buscar trabajo y cómo hacer trámites. En el penal no hay Internet, así que les enseña con ejemplos prácticos.
Quienes aprueban, además de llevar un certificado útil para conseguir empleo, también podrán obtener la reducción de algunos meses en el cumplimiento de las penas, si el juez así lo considera (ver La mitad...).
“En las primeras clases están más callados, pero después se muestran como son. Ahí yo me relajo y ellos también, dejan de tratarme de usted y empiezan a hacer los mejores trabajos. En la graduación se muestran hiperagradecidos. Al final, me tratan con más respeto acá que en la calle”.
Juli cuenta que le costó mucho encarar este trabajo, que el primer día tenía “un miedo enorme” y que tuvo que hacerse fuerte y lograr “plantar-
se” no solo frente a los presos sino también frente a los guardias, que no le traían a la clase los estudiantes en tiempo y forma, como está establecido en el programa. “Todo es difícil acá adentro”, dijo al pasar uno de los presos que participa del curso.
El programa de Alfabetización Digital en la cárcel forman parte de un acuerdo del Servicio Penitenciario Bonaerense con la secretaría de Modernización nacional y ya formó a 2.092 presos, en 161 cursos de 12 unidades penitenciarias de la Provincia desde agosto del año pasado.
Los presos que hacen este curso deben cumplir algunos requisitos, co- mo tener una condena relativamente corta, estar próximos a salir (uno o dos años), estar alfabetizados y no haber sido condenados por ciertos delitos, como los sexuales. La inscripción es voluntaria.
Juli dice que su objetivo es que los internos que pasen por sus clases sean conscientes de que se pueden formar y que obtengan herramientas que les puede servir para conseguir trabajo. “Por haber estado en la cárcel ya tienen dificultades. Si encima no saben usar una computadora es mucho peor. Mi curso no les va a dar trabajo, pero es una herramienta muy valiosa”, afirma.
Para la clase de hoy, Juli trajo recortes de fotos de diversos diarios. Toca Word y entonces la tarea consistirá en seleccionar una de esas imágenes y redactar algo que les venga a la cabeza. “Abran Word, arriba tienen la barra de herramientas. El título va a tener un tamaño más grande. Redacten en tamaño 12”, les dice. Y arranca la actividad. A algunos les cuesta escribir, tienen muchas faltas de ortografía. Otros se entusiasman y logran muy buenos trabajos.
“Me gusta. Espero que me sirva”, dice Federico (25), chaleco de jean sobre una remera negra de mangas largas y pelo más negro que la remera, cortado al ras. Con cuatro años de condena, a Federico le quedan dos. Tiene dos hijos, uno de 7 años y otra de 2 que casi no pudo conocer, porque cayó preso cuando ella nació. Tiene la esperanza de trabajar en la municipalidad de La Matanza. “Sa- liendo de la cárcel es difícil conseguir laburo, por eso creo que la municipalidad tiene que ayudarme. Hago el curso para estar más preparado”.
Maxi (25) viste una camiseta de River y se muestra más áspero. Cuenta que cayó por robo agravado por uso de armas de fuego y escruche. Le dieron 5 años y dos meses, pero busca caerle mejor al juez en la próxima ocasión, porque “es muy ortiba”, dice. Avanza bien con su redacción.
A su lado está Horacio (60), que cayó por vender droga. Dice que lo “agarraron bien” porque lo encontraron vendiendo por el celular. Se emociona cuando cuenta que siempre quiso estudiar y no pudo. Y dice que esto le hace muy bien. Tiene 10 hijos y es adicto a la cocaína. “Un par de veces estuve al borde de la muerte”, cuenta. En el juzgado va a decir que tiene un plan para poner un lavadero, se lo cuenta también a este cronista.
Sergio (40) estudia en la cárcel el profesorado de Historia de la Universidad de La Plata. Si bien sabe de computación, dice que “siempre se puede aprender más” y elogia la forma de enseñar de Juli. “A veces es más difícil enseñar que estudiar”, dice. Sergio quiere ser profesor de Historia cuando recupere la libertad.
Termina la clase, se guardan los trabajos y los presos vuelven, escoltados, a los pabellones. A Julieta le cambia el semblante, la voz se relaja y encara para la entrada. Le devuelven el DNI y la pesada puerta queda atrás. Sigue por delante su gran sueño por un futuro mejor para todos. ■