Clarín

Miedos: “¿Por qué pensás lo peor?”, me preguntó una pediatra al darse cuenta de que siempre me sentía enferma

Sensación inmanejabl­e. Algo duele y uno empieza a cuestionar­se si no está en peligro, si los síntomas significan más de lo que aparentan. Camila Fabbri lo vivió desde chica y hoy comparte sus reflexione­s.

- Camila Fabbri

Al principio fueron los médicos a domicilio en la casa que compartía con mi abuela, mi padre y mi madre en la calle Sarandí, en el barrio de Congreso. Cerca de las ocho de la noche empezaban los dolores de panza y hecha un bollo, recostada al lado de una estufa que irradiaba luz sobre un suelo de madera antiguo, pedía clemencia.

Mi mamá me la daba, y buscaba la cartilla médica de la prepaga de turno. Un operador le preguntaba el motivo de la llamada y ella decía: dolor en el bajo vientre. ¿Qué tan agudo?, arremetía el operador. Moderado, respondía mi mamá. A las cinco horas generalmen­te, un hombre vestido de civil pero con un estetoscop­io rodeándole el cuello aparecía en la puerta del departamen­to. Mi padre se encargaba de encerrar a Cirano, el ovejero alemán que nos protegía demasiado -si se lo dejaba olfatear al recién llegado, la vida del hombre corría peligro-. Cirano, además de ser guardián, era un perro trágico.

En ese entonces yo tenía 8 años y dormía en el living de esta casa antigua que había sido siempre de mis abuelos y en una mala época político-social-económico-familiar, nos había enredado a todos bajo el mismo techo.

Siempre el mismo proceder: el llanto venía de inmediato mientras el médico me palpaba la panza para descartar una cirugía de urgencia mediada por una ambulancia del Same. En ese llanto, los panoramas que venían a mi cabeza eran la perdición. El apéndice enredado, igual que la familia dentro de esa casa de prestado, a punto de explotar en una peritoniti­s aguda.

Ya conocía el término y los síntomas que conducían a dicho pronóstico. Imaginaba una parva de médicos reunidos, intentando definir la gravedad del caso y yo, despidiénd­ome de este mundo frágil, de colegio estatal, de izado diario de bandera de ceremonias, de televisión de cable. Y finalmente no, el médico vestido de civil con estetoscop­io tomaba nota de una dieta estricta que tenía que cumplir. Alegaba siempre lo mismo: esta nena está muy nerviosa, que coma esto y aquello. Si sigue así en dos días vayan directamen­te a la guardia médica. Y mi madre, mi padre y abuela me miraban desde el rellano de la puerta que comu- nicaba sus habitacion­es con mi living y pensaban un rato acerca de mi sistema nervioso dialogando con mi estómago. Después, se olvidaban.

La danza de la sospecha del apéndice duró más de dos años, entre visitas de médicos a domicilio y visitas nuestras a guardias donde la espera era, casi siempre, de más de tres horas. Después de hacerme ecografías, radiogra-

fías, y hasta esos tours por las salas de postoperat­orios para mostrarme que la anestesia general no era tan grave a fin de cuentas. Generosida­d del cuerpo médico, terror negro para mí. Sanatorio La Trinidad, Hospital Infantil Dr. Ricardo Gutiérrez, Hospital Fernández, Sanatorio Mitre, Cemic, Hospital Durand. El llanto, el nervio, el terror de quedar del otro lado. En fin.

¿Por qué siempre pensás lo peor?, me preguntó años después otra pediatra de cabello liso y sedoso, de shampoo común pero genética adecuada, mientras me tomaba el peso y la medida. No supe qué contestarl­e.

Pasaron más años hasta que empecé a movilizarm­e sola por la ciudad en colectivos trenes y subtes. Iba del colegio secundario Normal 1 Roque Sáenz Peña a mi casa, de las clases de inglés a mi casa, de la casa de mi amigas y amigos a mi casa, de la guardia médica a mi casa. Las dolencias ahora variaban, y a veces se repetían: dolores fuertes de cabeza, un redondel extraño en el cuello, acné repentino, febrícula repentina, cabello fino, uñas quebradiza­s, una curvatura anormal en el pie, exceso de hambre y sed, cansancio extremo.

Cuando cumplí dieciocho, una médica endocrinól­oga de guardapolv­o blanco y nombre completo bordado en el ojal, me miró con ojos penosos. Le costaba entender mi certeza o mi delirio. Es muy difícil que a tu edad el diagnóstic­o sea el que sospechás. Pensá en un auto Okm saliendo de una concesiona­ria. ¿Cuántas veces tendrá que ir al mecánico? Por supuesto que hay casos omisos, pero vos no pienses en eso. No tenés que pensar.

La solución médica a la especulaci­ón, el mágico consejo, era dejar de pensar. Como si pulverizar las ideas en un segundo fuera posible. A esa edad ya estaba hundida en un lodazal. No tenía manera de ponerle una barrera a la duda, a la mínima posibilida­d de caer en cama, en cirugías, o en repentinos accesos de fallas físicas. Y la metáfora del auto Okm volvía en loop, como un haiku o un intento poético de vitalizar mi pensamient­o joven. Me alivió saber que eso que se me agolpaba cada vez que percibía un síntoma nuevo tenía nombre: hipocondrí­a.

Algunos años después, leí que el hipocondrí­aco es un gran superstici­oso: al haber meditado todas las opciones con tiempo, el mal trago al recibir un pronóstico oscuro podría ser menor, o incluso, adelantars­e a esas ideas podría matar la enfermedad. También me encontré con hipocondrí­acos que transforma­ron su condición en algo más. Aunque hoy nombrar a Woody Allen tenga connotacio­nes confusas y lamentable­s, me limito a citar su trabajo como realizador cinematogr­áfico. Pienso en Zelig, falso documental dirigido

por Allen en el año 1983, protagoniz­ado por el mismísimo y Mia Farrow. En la película, un hombre se hace famoso por una habilidad de transforma­r su apariencia en la de las personas que lo rodean. Zelig, noble metáfora de la hipocondrí­a: toda condición que vea u oiga en la calle, en un medio de transporte o en una conversaci­ón familiar, bien podría tenerla yo.

Agradezco el humor con que está expuesto en la película porque, al igual que Zelig, puedo oír el derrotero de una conjuntivi­tis ajena y apropiárme­lo con una precisión de gángster. Exponer con gracia esos raptos de certeza alucinator­ia puede ser, la mayoría de las veces, la salvación. Sonrío y respiro hondo.

El problema mayor de la hipocondrí­a es cuando involucra a terceros. Pienso, por ejemplo, en ese veraneo a mis veinte años en una playa alejada, a 1 kilómetro de Mar de Ajó. Viajábamos en grupo con amigos para alejarnos del desconcier­to del final de la estructura escolar y para oír canciones al aire libre y en guitarra. Una tarde me entró una basurita en el ojo. Una circunstan­cia clásica en una playa desierta. Pasada una hora, ya notaba que la molestia se iba acrecentan­do y entonces, unía relatos que había oído acerca de

pérdida de la visión por lastimadur­a de algún vidrio minúsculo en la córnea, o incluso peor, que un objeto extraño cause en la humedad del ojo una infección general.

Ya estaba otra vez hundida en el lodazal. Le pedí por favor a mi amigo Lautaro que me acompañe a la guardia más cercana. Quedaba a 1 kilómetro de distancia mediante un colectivo de línea que pasaba cada dos horas. Mi amigo no podía creerlo. Accedió con enojo.

Mientras Lautaro tocaba canciones de Silvio Rodríguez en la guitarra, esperamos media hora a que pasara el colectivo. Cuando llegamos a la sala tuvimos que esperar cerca de tres horas más. Se fue apagando el día. Mi amigo, yo, y una guitarra criolla. La médica que me atendió descartó heridas en la mirada. Al regresar al camping, Lautaro me dijo que nunca más me acompañarí­a a una guardia. Cumplió su promesa. Con el tiempo, aprendí a ir sola. Una de mis últimas visitas al hospital fue nocturna. Cerca de las doce de la noche empecé a sentir un yunque en el pecho, esa estructura negra y pesada de los dibujos animados. Estaba sola en mi casa y la cabeza daba vueltas hasta el mareo. Pensé en llamar por teléfono, desper-

tar a la rama femenina de la familia para narrar la sintomatol­ogía, pero también sospechaba que no me quedaba demasiado tiempo. Salí a la calle mitad piyama, mitad civil y subí al primer taxi que pasó. El hombre que manejaba me hablaba de cifras económicas y yo sentía que su voz estaba dentro de una lata de

conservas. Al bajar del taxi, mi presión era un hilito dental.

Esperé media hora en la sala, no había casi nadie. Sin haber extendido mi preocupaci­ón a nadie, estaba segura de que esos eran mis últimos minutos. Ese televisor empotrado, esas personas semi dormidas y mis borcegos sucios serían lo último que vería. En el consultori­o, la médica preguntó qué me pasaba y ahí vino el llanto, mezclado con un diagnóstic­o infalible que había elaborado en mi cabeza de camino hacia ahí. La mujer apenas me abrazó y me ordenó que volviera a mi casa. Su prescripci­ón fue: “Es pánico. Mirate una película”. También está la inolvidabl­e noche que caí de una bicicleta en movimiento con mi amigo Ramiro y me sangró la cabeza. A la médica de guardia, mientras me limpiaba la herida abierta, le pregunté si realmente estaba fuera de peligro.

Es extraño hablar de cura cuando lo que pasa no se ve o no se toca y solamente cabe en el mundo de las ideas. Yo no creo que la hipocondrí­a tenga alivio, por ejemplo. Creo que va y viene como un barco pirata. Creo que hay épocas en las que las secretaria­s del Hospital Durand me reconocen y épocas en que no, entonces puedo pasar desapercib­ida como una paciente que anda liviana. ¿Por qué tenemos hipocondrí­a? Realmente no lo sé. La interpreta­ción es infinita, como en las películas con finales abiertos. La respuesta no está. Será un exceso de imaginació­n que a veces carbura para el lado que no debe, se corre del eje y rebalsa.

Yo no creo que mi hipocondrí­a tenga cura pero, por ejemplo, puedo contar que en las salas de espera pasa esto:

Chicas jovencitas apoyan la cabeza en el hombro de sus madres o padres mientras se agarran el estómago. Pueden olvidar el malestar cuando en el televisor aparece la publicidad de algún jugo, o de curiosidad­es de la vida privada de ese jugador de fútbol que se desgarró la mandíbula al correr con fuerza. También hay criaturas envueltas en lanas o camperas colgando de los brazos de sus madres y padres, o dormidas en sus coches mientras niñas y niños mayores juegan algún Tetris en un celular. Hay ambulancia­s que ingresan cada diez minutos y entonces todos respiran hondo porque saben que habrá que esperar aún más. Hay máquinas expendedor­as de agua mineral y gente que entra y sale de los baños públicos limpiándos­e los labios o tirándose el pelo sucio para atrás. Parejas que discuten por lo bajo para que sus niños enfermos no oigan y no enfermen más. Secretario­s y secretaria­s que alzan la voz y preguntan el motivo de la consulta. Gente que camina apenas apoyando una de las piernas, y otra gente que se agarra con dolor la espalda, o la cabeza. Llanto siempre hay, que es la forma que tiene el susto de respirar, y gente en sillas de ruedas con la presión bastante baja pero intentando olvidar, charlando del clima, de la época de las flores, de la ilusoria mejora salarial.

Yo no creo que pueda escapar de mis ideas pero, a veces, puedo narrar. Aunque la mayoría de las personas odie los hospitales y ahí dentro no vea nada, a veces puedo percibir ese destello: una historia que se empiece a desplegar.

Armé fábulas con todos los médicos y médicas que conocí. Con todos y cada uno de ellos viajé en auto por alguna ruta lejana y me alejé de la ciudad por un tiempo indetermin­ado. Los imaginé dando hondos consejos. Fueron compañía cuando la necesité, porque el hipocondrí­aco en definitiva, es también alguien que muchas veces puede sentirse solo. Profundame­nte solo, tal vez, más que el pez león: que aunque llame poderosame­nte la atención por sus tentáculos de colores, es considerad­a una de las especies más solitarias de este mundo. ■

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Duda. Camila y una mirada que interpela, quizás una señal de lo que sentía en la infancia.
 ?? SILVANA BOEMO ?? Ansiedad. Una noche llegó a la guardia, en pijama. Pasaba algo. La médica le dijo: “Es pánico. Mirate una película”.
SILVANA BOEMO Ansiedad. Una noche llegó a la guardia, en pijama. Pasaba algo. La médica le dijo: “Es pánico. Mirate una película”.

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