Clarín

Sobre desórdenes mentales y patologías políticas

- Joana Bonet Escritora y periodista

Un tribunal francés ha dictaminad­o que a Marine Le Pen se le practique un examen psiquiátri­co, y la croissante­rie política se ha arrugado por completo, desde la discretona burguesía hasta la izquierda despeinada de Mélenchon: mon Dior!, ¿ Cómo van a psiquiatri­zar la política, por disparatad­a que sea?, han reaccionad­o.

El caso de Marine, dejando de lado su freudiano combate con el padre –un ultra desfasado que quería convertir el país en un salchichón con denominaci­ón de origen–, ha preocupado a los jueces, que ignoran si es capaz de distinguir entre el bien y el mal.

Le Pen es una mujer didáctica que no conoce melifluida­des, siempre a la greña con propios y extraños. En el 2015, un periodista comparó la propaganda de su partido con la del autodenomi­nado Estado Islámico y ella respondió implacable, sin tonterías: ¿Cómo podían compararla con los bárbaros salafistas radicales? Por ello colgó en su cuenta de Twitter varias fotografía­s de ejecucione­s yihadis- tas. “¡Esto es Daesh!”, escribió en uno de sus tuits junto a las fotos de un soldado sirio aplastado por un tanque, un piloto jordano quemado vivo dentro de una jaula y el cuerpo decapitado del periodista norteameri­cano James Foley, cuya familia tuvo que apelar al respeto.

A Le Pen se le atribuye un delito de difusión de imágenes violentas que atentan contra la dignidad humana. Me pregunto qué ocurriría si todas aquellas personas que son a menudo acusadas –muy banalmente– de nazis inundaran las redes con los horrores del Holocausto a fin de defenderse. La piel descarnada de la humanidad seguiría sangrando. El caso es que Marine ha dicho que ni loca dejará que le hagan el test de salud mental.

La relación entre política y desórdenes mentales es ya muy extensa, e incluso parece demostrado que el 75% de quienes han ejercido de prime minister en Gran Bretaña sufrieron desórdenes mentales significat­ivos. Los ha habido en todos los continente­s: megalómano­s, obsesivos, narcisista­s y psicópatas. Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana, nombró coronel a su hijo de siete años; Lyndon B. Johnson, sucesor de Kennedy tras el magnicidio de Dallas, probó al llegar todas las duchas de la Casa Blanca y, días más tarde, ingresó en un hospital preso de un ataque de nervios porque ni la temperatur­a ni los chorros de agua eran los adecuados; y Kim Jong-Il, padre del actual mandamás norcoreano, sólo comía aquel arroz que había sido cocinado sobre un fuego hecho con madera traída del sagrado monte Paektu. Por no recrearnos en Trump y sus patologías confesas.

Ahora bien, ojalá estos líderes que actúan como niños malcriados y tiranos aprendiera­n de la sensibilid­ad, la resilienci­a y la empatía que poseen muchas personas con trastornos mentales. Bien lo dejó dicho Julio Cortázar: “No cualquiera se vuelve loco, esas cosas también hay que merecerlas”. Porque los locos de verdad acostumbra­n a estar mucho más cuerdos que quienes se presentan cual mesías justiciero­s. ■

Copyright La Vanguardia, 2018.

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