“La tecnología derrumba tradiciones y costumbres familiares”
La devoción hacia los mayores era un sentimiento que se prolongó hasta nuestros días. Ellos eran parte de una institución cuasi sagrada, la familia, que proveyó de múltiples historias a escritores, compositores y cineastas.
Mi subconsciente guarda imágenes sueltas de una película de mi infancia, “Honrarás a tu madre”, una trama con inmigrantes de una familia común, como casi todas, de padres trabajadores, como casi todos, con hijos nobles e hijos descarriados, como en muchas casas. Hay un instante, casi sobre el final, imborrable, cuando el hijo bueno, ya adulto, después de haberla buscado en la adultez con desesperación, encuentra (y reconoce), arrodillada a su anciana madre, fregando los pisos de un viejo hotel (una de esas características e intensas acuarelas que solía regalarnos el cine argentino). Esa escena rescatada de entre mis recuerdos perdura en mí, casi como si se tratara de un mandato divino de amor filial hacia los padres, y me acompaña desde siempre.
Los tiempos que corren nos muestran una adecuación y modificación en los roles que cumplían unos y otros dentro de la familia. Han ido mutando, quedando los protagonistas expuestos a las críticas en una sociedad que no deja de producir cambios y que ha puesto en tela de juicio el respeto reverencial que existía hacia ellos. Aquella imagen venerada, hoy en crisis, es cuestionada a veces repudiada (del mismo modo que sucede con los mitos cuando co- mienzan a desgastarse y terminan desmoronándose), arrastrando tras de sí la efigie de sus deidades. Las modificaciones culturales que las sociedades produjeron, de la mano de la globalización y de las corrientes migratorias en el mundo, es probable que hayan contribuido a la pérdida de identidad, que no es más que el derrumbe de las tradiciones, de las costumbres que los padres transmitieron a los hijos. Ese mismo fenómeno se produce entre los abuelos y los nietos. Si a esos cambios en los hábitos le sumásemos el autismo personal que la tecnológica introdujo, volviendo zombies a los humanos y humanizando en demasía a las máquinas (salpimentándolo con algunas grageas de “clonazepam”), tal vez nos acerquemos a las razones de esta sinrazón.
Las manos van perdiendo una de sus mejores funcionalidades, la de acariciar mejillas. En cambio, lo hacen con frenesí cuando saltan, se lanzan y detienen (cual bailarinas de ballet) y se deslizan sobre las superficies vidriadas de los smartphones, abarrotados de íconos y superpoblados de “emojis, emoticones y/o sonrisas virtuales” aunque carentes de emociones reales (esas que derivan en lágrimas provenientes del alma, y no del llanto, no siempre sincero). Los brazos han dejado de abrazar a los afectos en los encuentros, para rechazar al diferente y desentenderse del prójimo. Los ojos dejaron de observar todo lo bello que nos rodea, y que apreciamos en cada despertar, pero sólo miran fijamente cada uno de los cambios en los eventos que registran los celulares (señal sonora mediante).
El amor a los padres era el sentimiento que no interrumpía ni siquiera la muerte, porque trascendía a los descendientes transmutado como legado ancestral, que se perpetuaba de padres a hijos y en los hijos de los hijos. Porque eran ellos quienes tomaban la posta de ese ciclo natural, que se mantuvo inmutable por los siglos de los siglos.