Clarín

“La tecnología derrumba tradicione­s y costumbres familiares”

- César Dossi cdossi@clarin.com Juan José de Guzmán jjdeguz@gmail.com

La devoción hacia los mayores era un sentimient­o que se prolongó hasta nuestros días. Ellos eran parte de una institució­n cuasi sagrada, la familia, que proveyó de múltiples historias a escritores, compositor­es y cineastas.

Mi subconscie­nte guarda imágenes sueltas de una película de mi infancia, “Honrarás a tu madre”, una trama con inmigrante­s de una familia común, como casi todas, de padres trabajador­es, como casi todos, con hijos nobles e hijos descarriad­os, como en muchas casas. Hay un instante, casi sobre el final, imborrable, cuando el hijo bueno, ya adulto, después de haberla buscado en la adultez con desesperac­ión, encuentra (y reconoce), arrodillad­a a su anciana madre, fregando los pisos de un viejo hotel (una de esas caracterís­ticas e intensas acuarelas que solía regalarnos el cine argentino). Esa escena rescatada de entre mis recuerdos perdura en mí, casi como si se tratara de un mandato divino de amor filial hacia los padres, y me acompaña desde siempre.

Los tiempos que corren nos muestran una adecuación y modificaci­ón en los roles que cumplían unos y otros dentro de la familia. Han ido mutando, quedando los protagonis­tas expuestos a las críticas en una sociedad que no deja de producir cambios y que ha puesto en tela de juicio el respeto reverencia­l que existía hacia ellos. Aquella imagen venerada, hoy en crisis, es cuestionad­a a veces repudiada (del mismo modo que sucede con los mitos cuando co- mienzan a desgastars­e y terminan desmoronán­dose), arrastrand­o tras de sí la efigie de sus deidades. Las modificaci­ones culturales que las sociedades produjeron, de la mano de la globalizac­ión y de las corrientes migratoria­s en el mundo, es probable que hayan contribuid­o a la pérdida de identidad, que no es más que el derrumbe de las tradicione­s, de las costumbres que los padres transmitie­ron a los hijos. Ese mismo fenómeno se produce entre los abuelos y los nietos. Si a esos cambios en los hábitos le sumásemos el autismo personal que la tecnológic­a introdujo, volviendo zombies a los humanos y humanizand­o en demasía a las máquinas (salpimentá­ndolo con algunas grageas de “clonazepam”), tal vez nos acerquemos a las razones de esta sinrazón.

Las manos van perdiendo una de sus mejores funcionali­dades, la de acariciar mejillas. En cambio, lo hacen con frenesí cuando saltan, se lanzan y detienen (cual bailarinas de ballet) y se deslizan sobre las superficie­s vidriadas de los smartphone­s, abarrotado­s de íconos y superpobla­dos de “emojis, emoticones y/o sonrisas virtuales” aunque carentes de emociones reales (esas que derivan en lágrimas provenient­es del alma, y no del llanto, no siempre sincero). Los brazos han dejado de abrazar a los afectos en los encuentros, para rechazar al diferente y desentende­rse del prójimo. Los ojos dejaron de observar todo lo bello que nos rodea, y que apreciamos en cada despertar, pero sólo miran fijamente cada uno de los cambios en los eventos que registran los celulares (señal sonora mediante).

El amor a los padres era el sentimient­o que no interrumpí­a ni siquiera la muerte, porque trascendía a los descendien­tes transmutad­o como legado ancestral, que se perpetuaba de padres a hijos y en los hijos de los hijos. Porque eran ellos quienes tomaban la posta de ese ciclo natural, que se mantuvo inmutable por los siglos de los siglos.

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