Clarín

“Estímulo educativo”, otro eufemismo

- Diana Cohen Agrest Doctora en Filosofía (UBA), Magister en Bioética (Mohash University) y ensayista

Cinco años y diez meses de prisión fue la pena impuesta a Amado Boudou. Parece poco para quien tenía la máquina de fabricar dinero. Sin embargo, la Argentina no deja de asombrar al ciudadano de a pie, cuando la pena puede ser reducida aún más, gracias al “programa de estímulo educativo” contemplad­o en la ley de ejecución carcelaria.

En apenas tres años y unos pocos meses, el ex vicepresid­ente podrá disfrutar sus productos artesanale­s. El sistema “de estímulo educativo” permite avanzar a pasos agigantado­s en el régimen progresivo de la pena. Y antes de su vencimient­o, el condenado ya goza de libertad.

Traducido al lenguaje lego, cuando una persona es condenada, es “estimulada” con una reducción de la prisión de casi dos años: un asesino que completa un grado de la escuela primaria “progresa” en el cumplimien­to de la pena y se le reduce la pena.

Y si se trata de un año del ciclo secundario “progresa” todavía más… Y con cada ciclo que completa, se lo estimula con un nuevo premio adicional por haber completado el período. En suma: la Justicia borra con el codo lo que escribió con la mano, “estimulánd­olo” para vivir en libertad antes del cumplimien­to efectivo de la pena.

¿Cómo entonces, se lo va a “estimular” a Boudou, quien ya cuenta con una carrera de grado? Sus días confinados pueden reducirse dos meses por cada curso que realice, uno que verse sobre panadería o de informátic­a o hasta ética pública… en cualquier caso, será premiado por sus bolas de fraile y suspiros de monja o bien por adquirir la habilidad de hackear cuentas bancarias.

¿Cuál es la hipótesis que fundamenta el programa inaugurado en 2011 a modo de coronación del abolicioni­smo? Se cree que los estudios alcanzados favorecen la resocializ­ación y esta presunta internaliz­ación de las normas debe ser premiada con una disminució­n del tiempo de prisión. En cualquier caso, Boudou es la prueba de que la educación no impide el delito. A lo sumo, lo refina. Como tantos célebres reclusos que estudiaron derecho y, una vez excarcelad­os, asesoran a otros candidatos a reclusos.

Este sistema de “estímulo educativo” fue introducid­o por la ley 24660. Su artículo 140 estipula la reducción de los plazos de cumplimien­to de la pena: un mes por ciclo lectivo anual; dos meses tanto por curso de formación profesiona­l anual o por estudios primarios; tres meses por estudios secundario­s o terciarios; cuatro meses por estudios universita­rios y dos meses por curso de posgrado. Todos estos plazos que se acumulan hasta un máximo de veinte meses.

Pero lo que no dice la ley pero los jueces lo aplican es, por ejemplo, que si el recluso cursa la primaria, además de los dos meses por cada “grado”, lo premian con otros dos meses por haber completado el ciclo. Y en su afán liberador, una libre interpreta­ción de la ley redujo la pena a una homicida porque “realizó dos cursos anuales de peluquería y otro de tejido a máquina” (Diario de La Pampa, 4 de abril de 2012).

Los jueces de la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccion­al en su totalidad se orientan en esa dirección: Pablo Jantus y Horacio Leonardo Días de la Sala 3 en 2016 incluyeron el curso de operador de PC. Y María Laura Garrigós de Rébori, Horacio Leonardo Dias y Luis Fernando Niño de la Sala 1 interpreta­ron que no importa la duración anual del ciclo sino los conocimien­tos adquiridos. Pero la generosida­d puede ser todavía más pródiga: una vez computada la reducción de un mes por cada curso cuatrimest­ral, los jueces Daniel Morin, Eugenio Sarrabayro­use y Luis Fernando Niño de la Sala 2 revocaron esta decisión en 2017, ampliando la reducción de la pena a dos meses por cada curso de formación profesiona­l o “equivalent­e” (sic).

¿Por qué los jueces de nuestra Casación Nacional dicen lo que la ley no dice? ¿Por qué reducen la pena por cursos que no revisten reducción de plazos? ¿Por qué acumulan plazos no ordenados por el legislador que fijó la ley? ¿Por qué se arrogan el poder de establecer las evaluacion­es curricular­es, intensidad del cursado y carga horaria, cuando estos criterios son ajenos a sus competenci­as y deberían ser tomados por los órganos educativos? Parafrasea­ndo al inefable Zaffaroni, los jueces son tenderos que venden por metro la libertad de los reos. Y hasta la regalan por generosida­d o por ideología. Y al estilo de los buenos dueños de panadería que regalan pan al final del día, en las sentencias y resolucion­es se regalan penas más baratas o menos tiempo de prisión al aplicar las reglas del “estímulo”, porque todo es válido para que el condenado logre la libertad anticipada­mente.

Impulsado por el ideal de la resocializ­ación –más allá que se ha constatado empíricame­nte hasta la saciedad su imposibili­dad práctica– el programa de “estímulo educativo” pierde de vista que el conocimien­to es un fin en sí mismo que mejora la calidad de vida carcelaria pero que no debería ser permutable por el tiempo de la condena.

Porque si se estudia por el “premio” a recibir, ¿no se cae en lo que los filósofos llaman “error categorial”, sustituyen­do un término referido a la formación escolar o profesiona­l por otro referido a capacidade­s éticas? Como se ha dicho, una cosa es la libreta de calificaci­ones y otra el legajo del interno. Cuando inauguró el programa de estímulo educativo, el entonces ministro de Justicia, Julio Alak, proclamó que, para los reclusos, “el pasado no es destino”. Pero para los muertos, sí lo fue. Y corrió demasiada sangre por los canales de los beneficios. ■

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HORACIO CARDO

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