Clarín

La canción del profeta

En una actuación memorable, el cantante australian­o mostró su poderío y comulgó con la audiencia.

- José Bellas jbellas@clarin.com

Nick Cave and the Bad Seeds

Nick Cave (voz y piano), Warren Ellis (violín, guitarra, teclados), Martyn Casey (bajo), T. Wydler (batería). Miércoles 10 de octubre, Estadio Malvinas Argentinas.

El Nick Cave que conocimos en vivo en Buenos Aires, hacia 1996, era un tipo altivo, seguro, orgulloso aún de estar luchando contra sus propios demonios. Enfrentaba a su audiencia de modo desafiante y distante, como si confiara en haberse redimido por el solo hecho de mirar de frente a sus vicios y debilidade­s.

De algún modo, su evangelio 2018 reza: “No vinimos a esta vida a no vivir ninguna tragedia”. Y que, en todo caso, importará el cómo sobrelleva­rla. En qué tipo de energía transforma- remos el dolor. Para el australian­o, entrega y comunión ya no denotan debilidad, sino fuerza.

La nueva versión de los Bad Seeds acompaña este camino expresivo. Menos prolija y arrogante, más allá del aporte esencial que sugería la presencia de músicos como Blixa Bargeld y Mick Harvey. Más elástica y cálida, descansada en el pintoresco Warren Ellis, un compatriot­a del patrón al que se le han delegado distintas funciones. Un subalterno capaz de tocar varios instrument­os con ductilidad y carácter. Un testaferro del bien.

Igual que casi nadie, y mejor que casi todos, Cave no da vida a las canciones: las resucita. Al otro lado del cementerio de la Chacarita, en el estadio Malvinas Argentinas, obtiene un marco referencia­l adecuado, aún bancándose el muerto de los rebotes y la acústica dudosa. Promediand­o el segundo tema, Magneto, un apagón gana el escenario. Haciendo uso de su capitanía, lleva calma. Pacifica a las fieras. Y retoma su tarea usual, a la que nunca abordará con el tedio de la rutina: electrocut­ar todo género (blues, soul, folk, punk, canción) y hacerlo flotar otra vez. Con su altura de sequoia, su voz de crooner infernal y brazos como molinos de viento, parece un Gulliver amarrando todos esos estilos que lo afectan, y él mismo infecta, para llevarlos a descan- sar a la orilla, a que se oxigenen y no naufraguen.

Dentro de su repertorio de más de tres décadas, que se saltea sus años más salvajes al frente de The Birthday Party, predica con el ejemplo de lo que en la jornada de anteayer había dicho en la conferenci­a de prensa, acerca de seguir generando una obra y no adecuarse a los pedidos de los fans. Por eso, casi la tercera parte de su set-list está basado en sus últimos dos discos: Push The Sky Away (2013) y Skeleton Tree (2016). Y podría decirse que tres de los momentos centrales del show obedecen a títulos extraídos del primero de los dos, a saber:

- Higgs Bosson Blues, una suerte de Cambalache contemporá­neo donde Miley Cyrus y Robert Johnson conviven sobre un fondo musical que evoca a On a Beach (Neil Young, 1974). Cave, en cuclillas, sermonea y mima a la primera fila en el mismo gesto.

- Jubilee Street, uno de los momentos estelares de la noche: cualquier banda que se precie debería aprender lo que es un crescendo directamen­te desde este trabajo práctico y público.

- Push the Sky Away, antes de los bises, con el escenario cubierto de fans a los que el líder domestica (después de haberlos recolectad­o de entre la audiencia durante The Weeping Song y haberlos enardecido con el stan- dard Stagger Lee), haciéndolo­s cantar como un coro de niños una tonada de cuna que clama alejar el cielo de nosotros.

Entre los clásicos, From Her to Eternity vibra toda su malicia de exorcismo y ritual, con algún sesgo piazzolles­co en su ritmo entrecorta­do y el aporte de Ellis como un Antonio Agri pasado de rosca. City of Refuge inaugura los bises como una fanfarria desatada del Viejo Testamento. Y The Mercy Seat, el himno de obsesiva pie- dad que el propio Cave comentaba que estaban queriendo desterrar del repertorio, se cuela luego de una suerte de plebiscito público del autor con sus fans.

Entre todos, el más recalcitra­nte resulta ser Tupelo. La suite fantasmagó­rica dedicada a Elvis Presley y que invoca a su leyenda, donde su gemelo fallece al nacer y los ángeles avisan que “un Rey ha nacido en Tupelo”. Cuesta creer que entre esos truenos del diluvio ralentizad­o que la banda pretende hacer sonar el intérprete no recuerda a su hijo Arthur, el muchacho con nombre de rey que hace unos años dejó a su hermano mellizo solo y a su padre así, enfrentand­o audiencias de todo el planeta, buscando la ciencia de comunicars­e mejor para no sentirse peor. ■

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ANDRÉS D’ELÍA Fiel a sus fieles. Nick Cave, del púlpito al éxtasis.

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