Un ejemplo de vocación tardía en las canchas
Vos te preguntarás a quién se le puede ocurrir ser referí de fútbol. A mi amigo Carlos se le ocurrió. Y de grande. Era un grandulón importante cuando empezó a soñar con dirigir un partido.
Y yo lo entiendo, fijate que Carlos se había comido toda la niñez sin patear una sola pelota porque era un tronco absoluto. Pero, si algo sabía Carlitos era mantenerse firme y una vez que supo que lo suyo no era el fútbol, no se calzó los cortos nunca más. Te estoy hablando que de los 5 a los 18, el tipo hizo como que el fútbol no existía. Pero viste cómo son estas cosas, se ve que por algún lado había una herida sangrando, y un verano se le dio la oportunidad de reivindicarse con su pasión secreta.
El hermano menor de un amigo, futbolero empedernido, participaba de un campeonato amateur. Todos fuimos a verlo porque el pibe pintaba bien. Resulta que ni bien llegamos nos enteramos que el árbitro no iba a venir. En medio de la confusión había padres que se postulaban y otros que no querían ver a ningún papá con hijos en la cancha dirigiendo el partido. Ahí saltó Carlitos serio como chofer de grúa: “Yo estoy en segundo año del curso de la AFA y puedo dirigir”. Todos helados, nadie sabía nada pero Carlos no era un tipo de bolacear. Con esos antecedentes nadie le pudo decir que no. Y ahí fue Carlitos a correr la cancha en diagonal, pitidos aquí, indicación allá. Parecía profesional. Pero Carlos era de esos referís que no deja pasar una. Anuló dos goles por offside, cobró dos penales y expulsó a tres chicos, entre ellos, al hermano de nuestro amigo. Al final, todo el mundo terminó puteándolo. Él estaba tranquilo. Me parece que ese día se dio cuenta de que había nacido para árbitro.