Ese milagro único que el arte genera
Mediodía soleado y primaveral en la Ciudad. Cielo límpido y azul y una brisa suave que acaricia, acompañando el ajetreo de la calle, de los que caminan apurados yendo o viniendo por trámites o trabajo, de los que corren rumbo al colegio o la facultad, de los que trotan respirando el aroma a pasto húmedo, resabio de la feroz tormenta de la noche anterior. Corta el semáforo y los autos se lanzan, Libertador abajo, rumbo a su destino. Después de subir la escalinata y trasponer la puerta, el clima cambia por completo. El bullicio y los ruidos dan paso ahora a un silencio casi reverencial, con voces que apenas susurran, como si no quisieran profanar una atmósfera sagrada. Y es que algo de sagrado hay en los museos. Y en este, el Nacional de Bellas Artes, a los tesoros habituales se ha sumado ahora la colección de acuarelas de William Turner. No es un horario muy concurrido este, en un día de semana, y esa visión de sala semivacía con la tenue luz con que ex profeso se han iluminado las pinturas de esta colección excepcional contribuyen a una atmósfera de recogimiento, de ceremonia íntima y personal, en un recinto que parece fuera del tiempo y del espacio.
La vida de un hombre, sus inquietudes, los cambios a través de las décadas, plasmados en su obra. Tormentas sobre el mar, amaneceres, naufragios, paisajes bucólicos, un crepúsculo en Venecia, una cueva inquietante... Lo que se muestra y lo que se insinúa, lo expuesto y lo oculto, el poder y la fuerza de unos trazos.
Afuera el sol sigue brillando y la vida continúa su ritmo acelerado. Pero el alma está sosegada. El arte, una vez más, ha obrado su milagro. ■