Clarín

Honor, ofensa, venganza

- John Carlin LONDRES . ESPECIAL PARA CLARÍN

Que alguien me diga si ha visto a mi esposo, preguntaba la doña,” es el arranque de la canción ‘Desaparici­ones’, escrita por el panameño Rubén Blades en los años 80. Denuncia la singular crueldad de un instrument­o de represión popular entre los militares latinoamer­icanos de aquella época. La canción no pasa de moda. Hoy retrata el dolor de la doña turca de un periodista saudí desapareci­do.

“¿Y cuándo vuelve el desapareci­do?” dice la canción. “Cada vez que los trae el pensamient­o. ¿Cómo se le habla al desapareci­do? Con la emoción apretando por dentro.”

No estaba casada Hatice Cengiz pero estaba a punto de con Jamal Khashoggi, que entró en el consulado de su país en Estambul el martes 2 de octubre con el objetivo de conseguir los documentos necesarios para poder celebrar la boda. No salió. Hatice Cengiz aprieta por dentro la esperanza de que su amado aparezca con vida, como hacían durante años los parientes de los desapareci­dos argentinos y chilenos. La policía turca maneja una tesis más realista. Dicen que Khashoggi fue víctima de un escuadrón de la muerte saudí que voló a Estambul ese mismo martes con el propósito de matarlo, cortar su cuerpo en pedazos, meter los pedazos en cajas y sacarlos de Turquía en el avión en el que llegaron.

Imposible creer que, pese a las mentiras oficiales, el de facto jefe de estado saudí, el príncipe heredero Mohammed bin Salmán, no sabe exactament­e lo que ocurrió. Bin Salmán es un hombre de mano dura y piel fina, habitual en aquellas tierras cálidas en las que se rinde culto al honor, cualquier reproche es una ofensa y la venganza es un deber divino. Pocas cosas despiertan más rabia entre estos personajes que las críticas recibidas desde fuera. Y más aún si provienen de un compatriot­a. Bin Salmán, o MbS como le gusta que se le conozca, tenía motivos para desear que Khashoggi desapareci­era de la faz de la tierra.

El pecado mortal del periodista había sido criticar a MbS y su régimen supuestame­nte reformista en the Washington Post. Entre otras cosas había comparado al joven príncipe, de manera trágicamen­te profética, con Vladimir Putin. El régimen saudí parece haber imitado la práctica rusa, patentada por Stalin con Trotsky, de mandar asesinos a liquidar traidores a la patria en tierras lejanas.

Hatice Cengiz ha pedido ayuda a Donald Trump. Buena suerte. Nunca se ha visto al presidente Trump más plenamente realizado que durante los festejos faraónicos que la familia real saudí celebró en su honor en mayo del año pasado. Tampoco le va mucho a Trump intervenir en los asuntos internos de dictaduras amigas. Ni a él ni a nadie si de la que se trata es la dictadura petrolera saudí.

Dicho lo cual, es muy fácil desde la oposición política, o desde la computador­a de un periodista, exigir que el gobierno de Estados Unidos y los demás países más o menos democrátic­os del mundo respondan con duras represalia­s económicas. El dilema es que hay mucho negocio de por medio y donde hay mucho negocio hay miles de puestos de trabajo en riesgo.

Ha habido más que suficentes razones durante años para imponer boicots internacio­nales a los saudíes. Razones incluso más poderosas, con perdón a la señora Cengiz, que la desparició­n de Jamal Khashoggi. Arabia Saudí es una monarquía absoluta que lleva la intoleranc­ia a extremos medievales. La norma legal dentro de su país incluye decapitar, apedrear, amputar, latigar a delincuent­es, como por ejemplo mujeres acusadas de adulterio. Encima han hecho lo que han podido para exportar la barbarie al resto del mundo musulmán. Como es conocido, 15 de los 19 terrorista­s del 11S fueron saudíes. Menos conocido es que a partir de 1979 el reino saudí sembró las semillas de aquellos atentados, y los que vinieron después, por todo el mundo musulmán. La agresiva evangeliza­ción del Islam más puritano, más violento y hostil a otras religiones y culturas tuvo su origen y su dinero en Arabia Saudí.

El premio Nobel de literatura muerto este año, V. S. Naipaul, escribió varios libros sobre el Islam radical. La última vez que le entrevisté me dijo, mientras hablábamos del terrorismo yihadista, que Arabia Saudí era “la raiz del mal”. Después su agente me llamó y me rogó que no publicara eso; que temía las consecuenc­ias para Naipaul (No lo publiqué)

Pero pese a todo, consecuenc­ias para la Casa de Saúd: cero. Condenas de los gobiernos de Occidente: algún que otro gemido. Bienvenido­s al complicado mundo real.

Los saudíes poseen dos armas muy potentes: una de venta y otra de compra, ambas al exterior. Si se ponen difíciles con la venta del petróleo tienen la capacidad de desatar una crisis mundial; si dejan de comprar, comunidade­s enteras se pueden quedar en el paro, ciudades pueden caer en bancarrota. Por ejemplo en Argentina.

El valor anual de las exportacio­nes argentinas a Arabia Saudí supera los 600 millones de dólares. Si el gobierno argentino anunciase que va a dejar de comerciar con los saudíes hasta que se esclarezca lo ocurrido a Khashoggi, mi primer impulso, como periodista solidario con mi tribu, sería aplaudir. Después dudaría. Entraría en juego aquella dinámica honor/ofensa/venganza y, con probabilid­ad, un número apreciable de argentinos y argentinas que trabajan en la agroindust­ria perderían sus empleos. Lo mismo en Alemania, o Reino Unido, o Francia, o España o Italia si sus gobiernos actuasen según exige la conciencia moral de Occidente.

Enseñar los dientes a los saudíes significa pagar un precio que hasta ahora ha resultado demasiado alto. Sí, habrá cartas de protesta y tal pero dentro de no mucho todo quedará en el olvido. Las grandes y pequeñas democracia­s repetirán variantes sobre lo que hizo el gobierno español en abril de este año: instruir al jefe de estado a recibir a Mohammed bin Salmán en su palacio, y a posar los dos sonrientes para la foto oficial.

Esta gentuza nos tiene donde ellos quieren. Agarrados por ya saben dónde. ¿La moraleja? Nada nuevo bajo el sol. El dinero no compra amor pero licencia para matar sí. La intrigante cuestión ahora es si la desaparici­ón de Khashoggi va por fin a cambiar la ecuación. Veremos. Mientras, a esa pobre mujer turca no le queda más remedio que sufrir y aguantar. ■

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Joven, autócrata y petrolero. El príncipe Mohammed bin Salmán (33 años) está sospechado de ordenar la desaparici­ón de un periodista crítico de su régimen.
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