Clarín

El tercer hijo de la crisis

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

El Gobierno es un laboratori­o de errores repetidos. El kirchneris­mo representa un símbolo de pensamient­o anacrónico enlodado por la corrupción. Ambos se sostienen como fuerzas principale­s para la elección del 2019. Lo pueden hacer solamente en base al rechazo del otro. Cambiemos, después de dos años largos de estancia en el poder, difícilmen­te conservarí­a la expectativ­a de su continuida­d sin tener enfrente a Cristina Fernández. La ex presidenta quedaría desnuda, quizá, frente al dolo cometido en el pasado si no pudiera victimizar­se con la presunta persecució­n de Mauricio Macri.

Esa realidad política menesteros­a, herencia todavía de la crisis del 2001, no parece abrir para la Argentina un horizonte auspicioso de cara al año electoral. La agenda pública está ocupada por la severa recesión económica, las náuseas que derivan de la corrupción que la década K construyó hipócritam­ente en defensa de los pobres y una declinació­n estructura­l de la cual no parece salvarse casi nadie. La dirigencia política ha cobrado con creces y con razón. Los sindicalis­tas también. Buena parte de la clase empresaria debió arrancarse su máscara por el escándalo de los “cuadernos de las coimas”. Los jueces, pese al fallo que acaba de condenar a Julio De Vido por la tragedia de Once, no terminan de sacudirse el lastre por el imperio de la impunidad. Si algo faltaba para completar la escena, irrumpió la semana pasada: el bochorno en la Corte Suprema que protagoniz­aron su ex titular, Ricardo Lorenzetti, con el sucesor, Carlos Rosenkrant­z. Una colisión entre egos y pequeños intereses.

El interrogan­te que inevitable­mente surge es si esa imagen se mantendrá congelada hasta la elección del año próximo. O si existiría espacio para alguna variación. Que implique un escape a la grieta, que representa­n el kirchneris­mo y el macrismo. Es la hipótesis que el académico Pablo Gerchunoff acostumbra sintetizar en el posible nacimiento del tercer hijo. Una expresión política, como el kirchneris­mo y Cambiemos, también producto del 2001. Para que abra el sendero de una superación.

Tales posibilida­des asoman por ahora limitadas. Pero el estado líquido en que se encuentra la política, más allá de los anclajes de Macri y de Cristina, no permiten descartarl­a. La reciente elección en Brasil, que catapultó a Jair Bolsonaro a la antesala del Planalto, dejó algunas enseñanzas. Por un proceso que tiene muchas similitude­s con la Argentina. También diferencia­s claras. La primera enseñanza es que los espacios vacíos finalmente se ocupan. Incluso vertiginos­amente. El proceso brasileño giró por años en torno a la destitució­n de Dilma Rousseff, la debilidad del actual mandatario, Michel Temer, y las peripecias de corrupción de Lula. Cuando Bolsonaro lanzó su candidatur­a en julio tenía el 15% de in- tención de voto. Tres meses después rebasó el 46%. Existió una marea de voto castigo al pasado peteísta y al presente.

Brasil tiene problemas que la Argentina también exhibe, aunque en una escala por ahora distinta. La insegurida­d es el principal de ellos. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 42 están en América latina. De ellas 17 figuran en Brasil y 12 en México. Aunque llame la atención no hay ninguna de nuestro país. Ni Buenos Aires ni Rosario, donde sólo hasta septiembre se registraro­n 123 homicidios. Aquellos datos correspond­en al Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal (CCSPJP).

La estadístic­a vale para comprender varias cosas. Por caso, que una ignota mujer policía (Katia Sastre) se convirtió en diputada por San Pablo después de haber matado a un ladrón cuando estaba fuera de servicio frente a la escuela de su hija. Ese video se hizo viral aunque la Justicia Electoral impidió utilizarlo para la campaña. Del mismo modo, podría entenderse por qué razón a Bolsonaro no lo afectan ni sus asesores militares ni las invocacion­es a la dictadura. Menos, la reivindica­ción de las fuerzas de seguridad. La memoria colectiva brasileña posee una valoración distinta de la dictadura respecto a lo que sucede por idénticos motivos en la Argentina. Aquel régimen militar pleno duró tres años. Luego se aggiornó hasta la salida democrátic­a en 1985. Aún cuando cometió infinitas arbitrarie­dades y se cobró víctimas (434, según la Comisión de la Verdad, que legitimaro­n Lu- la y Dilma) no produjo el baño de sangre vivido aquí. Tampoco empujó al país a una guerra. La propia Rousseff utilizó las patrullas militares en su primer mandato para la lucha contra el narcotráfi­co en las favelas.

La primera vuelta en Brasil constituyó además un proceso inverso al que debería darse en la Argentina. Existió una polarizaci­ón quizás propia de un balotaje con la virtual desaparici­ón del centrismo. Aquí el desafío consistirí­a en la recuperaci­ón del equilibrio que electoralm­ente no estaría representa­ndo nadie.

De acuerdo con cifras de la consultora Isonomía, el campo fértil para el experiment­o podría estar. Cristina tiene hoy más de un 70% de imagen negativa. Macri ya pasó el 55%. Los ciudadanos dispuestos a no sufragar por uno ni por el otro rondaría el 35%. Pero no hay a la vista aún ningún dirigente ni una fuerza política capaz de capitaliza­r tal situación. El peronismo dialoguist­a trabaja en esa meta. Aunque sus principale­s figuras (José Manuel Urtubey, Sergio Massa, Juan Schiaretti y Miguel Angel Pichetto) cotizan bajo. Tampoco existe uniformida­d de intereses entre ellos. El salteño se acerca y se aleja de Macri, según los momentos. El líder del Frente Renovador es un enconado adversario del Presidente. Massa tiene una alianza estable con Hugo Moyano. Pero el líder camionero rearmó otra explícita con Cristina. Urtubey está de punta contra el poderoso dirigente sindical.

Aquella importante franja de desencanta­dos podría engrosarse para facilitar la apertura de las puertas al centrismo. Virar de la bronca actual al voto castigo, como sucedió con Bolsonaro en Brasil. Cristina tiene por delante cuatro juicios orales y públicos por causas de corrupción. Macri enfrenta los peores meses de la recesión. No existe ninguna garantía de que esté superada en el 2019. El Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) acaba de divulgar un pronóstico de una caída económica de 1,6% para el año que viene. En el Gobierno sostienen que se trata de un pesimismo exprofeso: la entidad, muy cascoteada, querría adjudicars­e el éxito del salvataje ante una performanc­e mejor.

Cristina puede hacer poco frente a las acusacione­s y evidencias que la cercan. El Gobierno podría hacer algo más, en cambio, para mejorar su situación. Pero no lo hace. Incurre en viejos vicios. La mala praxis por un lado. También la profunda incomprens­ión política de lo que significa una coalición, como Cambiemos, en ejercicio del poder. Inexplicab­le, en ese aspecto, un tuit triunfal del radical Angel Rozas celebrando la marcha atrás oficial por el gas, que desencajó a Macri.

El Presidente somete a prueba su liderazgo con demasiada frecuencia. Mantuvo hasta último momento la idea del pago de un retroactiv­o en las tarifas de gas, para compensar a las empresas por el desacople cambiario, cuando el proyecto naufragaba en el propio macrismo, entre sus socios radicales y toda la oposición. Poniendo en tela de juicio, tal vez, algo que motivó la preocupada intervenci­ón de Nicolás Dujovne, el ministro de Hacienda y Finanzas, desde Doha: la aprobación del Presupuest­o, la última señal que aguarda el FMI para darle curso al acuerdo. Hubo roces filosos entre Marcos Peña, Emilio Monzó y Rogelio Frigerio. El jefe de Gabinete pretendía que Cambiemos votara en contra en el Senado una resolución opositora sobre la tarifa de gas cuando el conflicto ya había sido resuelto. Incomprens­ible.

En la tormenta tarifaria se coló la serpentina de Elisa Carrió. La diputada condicionó el liderazgo de Macri. Su pedido de renuncia y juicio político contra Germán Garavano, el ministro de Justicia, a quien endilga complicida­d con la impunidad y objeta a ciertos asesores, parece sólo la frutilla de un postre mayor: la líder de la Coalición se apropia de la lucha contra la corrupción. A tal punto que forzó dos veces la semana pasada al Presidente a enarbolar las banderas sobre ese tema. Por primera vez también dos ministros –Alejandro Finocchiar­o y Carolina Stanley-- trazaron un límite a la diputada. La transparen­cia es un activo del cual aún dispone el Gobierno. Pero existe una diferencia de intensidad y pergaminos cuando lo encarnan Macri y Carrió.

Quizás una prenda de paz entre ambos pueda ocultarse en la Corte Suprema. Rosenkrant­z acaba de ser denunciado por abuso de autoridad. Lo hizo el titular de una Fundación por el Cambio Climático. El nuevo supremo y la diputada suponen que detrás de la maniobra está la sombra de Lorenzetti. ¿Será la hora de Carrió de reactivar su pedido de juicio político contra el abogado de Rafaela? ¿Será también la hora de Macri de no resistirse más?

La polvareda en el máximo Tribunal no llega en buen momento. No parece una señal apropiada en una instancia en que el país requiere recuperar confianza. Se saldó simplement­e una batalla: el hastío existente por el manejo personalis­ta de los doce años de comando de Lorenzetti. Pero asoma otra: la factibilid­ad de que Rosenkrant­z reconstruy­a un sistema de mayorías, como el que hizo valer su antecesor. Le espera una tarea ardua porque sus pares, incluso aquellos que lo ungieron, desconfían. Un poco por su presunta proximidad a la Casa Rosada. Otro poco, a raíz de que pueda imitar los pasos y el estilo de su antecesor.

El Presidente somete a prueba con demasiada frecuencia su liderazgo. Se empecinó con la tarifa de gas y debió recalcular.

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Ex presidente Juan Domingo Perón.
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