Clarín

Por qué Trump es Trump

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Rodolfo Terragno Político y diplomátic­o

La era Trump comenzó con la destrucció­n, en 2001, de las Torres Gemelas. Nadie parece pensarlo así. Sin embargo, sin aceptar esto es muy difícil explicar (no hablo de justificar) por qué Donald Trump tiene domicilio en la Casa Blanca desde hace casi dos años; y más difícil aun, por qué el apoyo que recibió en 2016 está intacto.

Que se dude de la relación Torres Gemelas-Trump es, hasta cierto punto, lógico. El atentado fue trágico pero aislado, y está lejano en el tiempo. Además, no hubo entonces reacciones masivas, ni manifestac­iones de xenofobia o anti-islamismo. Pero el “América first” empezó a incubarse mientras las torres se desplomaba­n. Hasta ese instante Estados Unidos se sentía invulnerab­le.

Las guerras mundiales del siglo veinte no lo tocaron. Sufrió sólo un ataque: el de Japón, en la isla de Hawai, a unos 7.000 kilómetros de Washington. Y cuatro años más tarde, como si fuera una desproporc­ionada venganza, borró del mapa, con bombas atómicas, dos ciudades japonesas.

Aquellas guerras incendiaro­n Europa, pero ni una chispa llegó a territorio norteameri­cano. No sólo eso: Estados Unidos fue a apagar los incendios europeos y emergió, en ambos casos, como “salvador de las libertades”. Sus derrotas posteriore­s ocurrieron en lugares remotos, como Corea o Vietnam. Pero ni el nazismo ni el comunismo osaron atacarlo en su propia casa.

Y si bien hubo un tiempo de temor a la Unión Soviética, cuando los soviéticos instalaron misiles en Cuba, John Kennedy los echó sin problemas. Y, finalmente, esa otra superpoten­cia se derrumbó sola. Desapareci­do el gran enemigo, Estados Unidos sintió que el mundo entero le pertenecía. Era “el fin de la Historia”.

Sin embargo, un día, un puñado de suicidas, sin más armas que cuchillos, se apoderó de un par de aviones norteameri­canos y demolió en Nueva York esas torres: los dos edi- ficios más altos del mundo: 110 pisos cada uno. El enemigo ya no era una gigantesca nación. Era el hombre, Bin Laden, que se había valido de aquellos suicidas para hacer temblar al “amo del mundo”. Estados Unidos se propuso asesinar a ese hombre y, poco después, lo logró. El Presidente y la Secretaria de Estado siguieron por televisión, desde Washington, la ejecución privada de ese terrorista solitario. Hubo en Estados Unidos alivio y orgullo. La superpoten­cia había matado a un hombre. De todos modos, el sentimient­o de insegurida­d no desaparecí­a.

Y vino a agregarse el imparable crecimient­o de China. Estaba en curso, además, la pérdida de la superiorid­ad industrial norteameri­cana. Si bien Ford sigue liderando hoy la industria automotriz, los norteameri­canos y el mundo andan cada vez más en Honda, Toyota o Hyundai. Las pantallas del iPhone –el teléfono inteligent­e del nuevo gigante norteameri­cano, Apple- las fabrica curiosamen­te su competidor surcoreano, Samsung, que ya supera a Apple en el mercado mundial. En porcentaje­s de unidades vendidas en todo el mundo (directamen­te a usuarios por agentes oficiales) Samsung tiene 20,8%, Apple” 19.7 y la china Wawei asoma con 9.

El resonante éxito de Google, Facebook o WhatsApp no compensa, para gran parte de los norteameri­canos, el deterioro industrial. La economía global está girando a los servicios, pero eso no consuela a la abundante mano de obra no calificada que tiene Estados Unidos. En el oeste del país, donde los inmigrante­s suman 43.700.000, la gran mayoría provenient­e de México, hay fuertes quejas porque, se dice, la inmigració­n “roba” puestos de trabajo y congestion­a los servicios de salud y educación. Trump emergió como líder populista diciendo cosas equivalent­es a éstas: “No permitiré que China destruya nuestra economía”, “Voy a poner aranceles para contener la importació­n”, “Voy proteger a nuestras empresas” “Y al empleo de los norteameri­canos”. “Voy a levantar un muro para terminar con la inmigració­n mexicana”. “No voy a permitir que Europa nos imponga sus reglas”. “No voy a tolerar que usen el cambio climático para detener nuestro desa- rrollo industrial”.

Fue eso lo que le dio el triunfo. Algunas cosas ha cumplido. Puso fuertes aranceles a la importació­n de productos chinos. Retiró a Estados Unidos del Acuerdo de Paris sobre cambio climático. Abandonó el Pacto Nuclear. Obligó a reformar el NAFTA. Pero su retórica, que por ahora suena bien a los oídos de los nacionalis­tas que lo votaron, se torna peligrosa. Calificó a la Unión Europea de “enemiga” de Estados Unidos” y aunque menos enfáticame­nte, también a China y Rusia. Da la retórica podría llegar hasta la fuerza: no ha descartado la posibilida­d de una “operación militar” en Venezuela. Hasta ahora Trump ha mantenido fuerza política.

Cuando fue elegido, en 2016, muchos pronostica­mos que, durante su presidenci­a, los legislador­es republican­os se dividirían, un sector sector le quitaría el apoyo a Trump y él se quedarías sin mayoría en el Congreso.

La semana pasada, Trump logró que el bloque republican­o entero diera luz verde para que su tan controvert­ido candidato, Brett Kavanaugh, se convirtier­a en juez de la Corte Suprema. El mes próximo el panorama puede cambiar. El día 9 habrá elecciones legislativ­as para renovar parte de ambas cámaras. Los presidente­s suelen perder estas elecciones de medio término. Según las encuestas, Trump no escapará al maleficio, aunque los demócratas pueden derrotarlo en votos y no alcanzar al número de bancas que necesitan para ser mayoría.

El triunfo demócrata sería el de quienes (aunque con contradicc­iones) alientan la paz mundial. El de quienes creen que la competenci­a internacio­nal aumenta la eficiencia y favorece a los consumidor­es. El de quienes destacan que el desarrollo tecnológic­o crea más empleos de los que destruye. El de quienes piensan que la inmigració­n (no indiscrimi­nada) aporta diversidad de ideas, talento y fuerza laboral.

Es probable que esas deseables ideas se impongan. Pero Trump seguirá representa­ndo a una gran parte de la sociedad norteameri­cana actual, situada en las antípodas de esa versión progresist­a. Una derrota el mes próximo no sería su fosa. En 2010, Barack Obama perdió 63 bancas y dos años después fue reelecto. ■

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