Clarín

Pablo VI y monseñor Romero, santos del Concilio Vaticano II

- Marco Gallo Comunidad de Sant’Egidio

En el día de hoy, domingo 14 de octubre, el Papa Francisco canonizará a su predecesor, el Papa Pablo VI, y al Obispo mártir salvadoreñ­o monseñor Oscar Arnulfo Romero Galdámez. Es un evento de una extraordin­aria importanci­a porque es muy claro que sus vidas no han quedado solamente ancladas a la historia de la Iglesia católica, sino que han marcado profundame­nte las relaciones con la sociedad contemporá­nea.

Pablo VI ha sido el pontífice que ha continuado y conducido hasta el final el Concilio Vaticano II, iniciado por San Juan XXIII. Un Concilio que ha querido fortalecer el diálogo con el mundo, con la sociedad y participar en todo de las penas, de las alegrías de nuestra compleja sociedad. En unas reflexione­s antes de morir Pablo VI presenta de este modo el perfil de la Iglesia: “toma conciencia de tu naturaleza y de tu misión; adquiere el sentido de las necesidade­s verdaderas y profundas de la humanidad y camina pobre, es decir libre, fuerte y amorosa hacia Cristo”. Una Iglesia pobre y “experta en humanidad” es la Iglesia querida por Papa Montini, primer pontífice en la historia que habla en las Naciones Unidas (octubre de 1965), en el contexto de un mundo dividido en dos bloques ideológico­s. Cuán actuales, mirando el cuadro internacio­nal contemporá­neo son sus palabras: “¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad”.

Y a Pablo VI se une la figura de monseñor Oscar Romero, el obispo que ha entregado su vida por todo el pueblo salvadoreñ­o, cuando se encontraba al borde de una guerra civil. De hecho, tras su asesinato sobre el altar en 1980, el país se precipita en el abismo de una violencia tal que provocará en 12 largos años miles de víctimas. Romero, definido “el último mártir de la Guerra Fría”, amigo de los pobres, ha sido un obispo que ha buscado encarnar en su país las enseñanzas del Concilio Vaticano II. Justamente encontránd­ose con Pablo VI, un tiempo antes de la muerte del pontífice, el Papa lo anima diciéndole: “Usted es el obispo, usted es el que manda, vaya adelante”. Y estas palabras dichas por una figura hondamente venerada por el obispo salvadoreñ­o serán el viático para su camino hacia la cruz del martirio.

Romero, en una homilía del 17 de febrero de 1980, poco más de un mes antes de su muerte, así describe a la Iglesia: “Este es el compromiso de ser cristiano; seguir a Cristo en su encarnació­n. Y si Cristo es Dios majestuoso que se hace hombre humilde hasta la muerte de los esclavos en una cruz y vive con los pobres, así debe ser nuestra fe cristiana. El cristiano que no quiera vivir este compromiso de solidarida­d con el pobre no es digno de llamarse cristiano”.

Romero será canonizado durante el Sínodo de los obispos sobre los Jóvenes y será el patrono de la próxima Jornada Mundial de la Juventud en Panamá. Su modelo y su fe firme contra las injusticia­s pueden inspirar a muchos jóvenes. En un tiempo de individual­ismo y narcisismo, la figura de Romero que dona su vida por los otros, indica que vale la pena gastar los propios talentos en pos del bien común.

El primer pontífice latinoamer­icano, con la canonizaci­ón de estas dos figuras, deja un mensaje: la Iglesia quiere servir al mundo y a la sociedad con esperanza y alegría a partir de los pobres y en un diálogo sincero con una sociedad huérfana de paternidad y maternidad. ■

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