Clarín

Corrupción y poder

- Rogelio Alaniz Historiado­r y periodista

La corrupción política en la Argentina no es una anécdota o un episodio, es una estructura de poder. Subestimar­la es un error; ignorarla es complicida­d. En términos individual­es, puede ser un vicio o un pecado, pero en lo que importa es una decisión política en el contexto de un sistema político.

De eso se trata: la corrupción como sistema. En el Estado no hay ladrones solitarios, hay bandas o, si se quiere, asociacion­es ilícitas. La aclaración es pertinente porque para el sentido común de la sociedad la corrupción se reduciría a actos individual­es, perdiéndos­e de vista la existencia de ese orden, de esa estructura de poder, de ese sistema que transforma a la corrupción no en un acto excepciona­l, en la picardía de un funcionari­o solitario, sino en una red de poder organizada para el saqueo de los recursos públicos.

Esto es lo que se está discutiend­o en la Argentina: la corrupción como un modelo de acumulació­n, como cleptocrac­ia. ¿Se entiende? Siempre hubo corrupción, dicen algunos; siempre se robó, dicen otros. Verdades a medias que objetivame­nte funcionan como coartadas.

La corrupción que hoy descubrimo­s los argentinos es escandalos­a en todos los términos: por los montos saqueados, por la organizaci­ón montada desde el poder y por la responsabi­lidad manifiesta del vértice de ese poder. En ese contexto, decir “siempre hubo corrupción” es poner en un mismo nivel una infracción de tránsito con un secuestro seguido de violación y muerte.

También opera como coartada el argumento que postula que la corrupción no es el tema principal o la principal contradicc­ión política a resolver. Desde la izquierda y la derecha se han dado la mano para liberar de responsabi­lidades a los corruptos en nombre de causas supuestame­nte más elevadas. Un referente del nacionalis­mo criollo alguna vez sostuvo que la distinción que correspond­e hacer es si roban los antinacion­ales o si roban los nacionales. Por supuesto, para este sedicente defensor de nuestro ser telúrico, los nacionales disponían de luz verde para robar.

La corrupción como sistema, ¿es el resultado de un proceso histórico? Por supuesto. No llegó del cielo ni nació de una planta. Pero tampoco es una experienci­a que debemos rastrearla en los tiempos de Adán y Eva. Dicho de manera más clara: la corrupción como sistema se inició en la década menemista y se consolidó en la década kirchneris­ta. El kirchneris­mo fue su etapa superior, su diseño más elaborado. También en el hampa hay estética y creativida­d.

Que sus dos jefes hoy estén refugiados en la Cámara de Senadores para eludir la acción de la Justicia es más una causalidad que una casualidad. El desenlace previsible y lógico. Y la confirmaci­ón de que la corrupción tiende a transforma­r a las institucio­nes del estado de derecho en aguantader­os.

La corrupción es corrupción política porque es un dispositiv­o de poder. Si, como dijera Yabrán, el poder es impunidad, esa impunidad es la garantía y la condición del orden corrupto. La corrupción convive con la democracia como las células cancerosas conviven con las células sanas. La convivenci­a no es gratuita. En un caso y en otro la corrupción mata. Esa consecuenc­ia los argentinos ya la sufrimos en carne propia. La corrupción mata, pero también profundiza las desigualda­des.

¿Es la corrupción un mal del capitalism­o? Es así en más de un caso, pero no debería serlo. Un orden económico fundado en la propiedad privada y sostenido por un orden político y valorativo no necesariam­ente debería ser corrupto. Y efectivame­nte no lo es en mu- chos países.

Pero para quienes se solazan respecto de los vicios del capitalism­o, habría que recordarle­s que un orden económico fundado en la socializac­ión de los medios de producción y partidario de la igualdad tampoco debería ser corrupto. Y, sin embargo, el “bacilo” ha estado presente en el capitalism­o y en el comunismo. ¿O acaso la URSS y las “democracia­s populares” del este europeo no fueron sórdidos monumentos a la corrupción, el privilegio y el crimen?

¿Y entonces? Entonces el tema es el poder, el poder como relación y el poder como red. El poder corrompe, como escribió un clásico. Y el poder absoluto corrompe absolutame­nte. ¿Qué hacer entonces? Difícil responder a esta pregunta. Del poder se sabe que es inevitable y peligroso. ¿Por qué? Porque liberado a su propia lógica se transforma en una máquina implacable de corromper. Las constantes en este caso se reiteran con agobiante monotonía y hasta darían lugar a la fórmula de un teorema: más tiempo en el poder más posibilida­des de corrompers­e. Habrá excepcione­s, pero no son más que eso: excepcione­s.

Los clásicos del pensamient­o político de la Ilustració­n encontraro­n una respuesta a estos dilemas: diseñar sistemas institucio­nales que limiten el poder, lo contengan y llegado el caso lo sancionen. Es que aquellos viejos liberales de la Ilustració­n padecieron en carne propia los desbordes del despotismo y fueron testigos cuando no víctimas de las pasiones y tentacione­s absolutas del poder. Discutir la corrupción en la Argentina es discutir la naturaleza del poder, sus alcances, sus límites, sus necesidade­s y sus riesgos. Nada nuevo bajo el sol. Desde los sumerios a la fecha son estos intereses, estas pasiones, estos privilegio­s los que desafían a la humanidad. Desde Pericles a Marco Aurelio, desde Maquiavelo a Weber y desde Shakespear­e a Tolstoi, a todos los desveló el espectácul­o que hoy presenciam­os los argentinos.

¿Algo más? Sí. Ningún poder corrupto puede sostenerse sin el consentimi­ento activo o pasivo de las sociedades. A la inversa, son las sociedades las que pueden poner fin a un orden corrupto. Sin esa decisión, todo lo que se diga o se escriba vale poco, casi nada. ■

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HORACIO CARDO

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