Clarín

¿Qué hacer con la biblioteca en un divorcio?

¿Quién los trajo, a quién le importan? Algunas historias de lectores que tuvieron que serruchar estantería­s.

- Verónica Abdala vabdala@clarin.com

Una pareja decidió no juntar los libros: antes de casarse, cada uno había tenido alguna separación, cargaba sus rencores, y lo de "hasta que la muerte los separe" no se puede garantizar. Así que tus estantes y mis estantes, aunque haya libros duplicados. Otro caso: cuando el nene terminó el secundario recién se decidieron a juntar estas novelas con aquellas. ¿Los repetidos? Los regalan uno a uno, como una ceremonia, y anotan a quién, por si hay que pedirlos de vuelta alguna vez. Uno más: vos un estante y yo el siguiente, y caiga quien caiga. El desarmado se hizo con los dos a cara de perro. Hay mil modelos. Incluso, mire, el pacífico: cada quien lo que le gusta más y se sortean los puntos en común. O se los cede, que también se puede.

Las separacion­es suelen venir con disputas en relación a la división de bienes, al régimen de visitas de los hijos y a tantas cosas. ¿Quién no siente el agujero que ha dejado algún autor que su ex amó demasiado? ¿Quién no creía que ya era suya aquella trilogía, aunque se la hubieran regalado al otro porque los libros deben ser del que los lee?

En fin que, cuando el amor pasó, cómo se divide la biblioteca: ¿por autores? ¿Por países? ¿Por género? Los tuyos… los míos... ¿y qué hacemos con los nuestros?

A veces esas disputas hablan, sobre todo, del dolor de ya nos ser. Parejas que se disgregan como un árbol que se seca y los libros que caen de un lado u otro del patio. Aquí, una serie de reconocido­s autores se animan a confesar cómo atravesaro­n esa instancia, que pudo haberse vuelto traumática o cómica, y sigue siendo siempre impredecib­le.

MARTÍN KOHAN Escritor

¿Habrá pensado, tal vez, que esa ansiedad, tal desespero, respondían a un afán de lector? ¿Habrá creído que se trataba de avidez por bibliofili­a? Me vio recorrer, me consta, y me consta que con vengativa indiferenc­ia, los estantes (que ya eran suyos) con los libros (que aún eran míos). ¿Qué buscaba: el texto faltante para la bibliograf­ía obligatori­a? ¿La novela que no podía esperar? ¿El poema irremplaza­ble?

Nada de eso. No tengo urgencias de lectura; no soy ni he sido bibliófilo. Ocurría que, en uno de esos volúmenes (¿pero en cual? ¡¿Pero en cuál?!), había ocultado yo una pequeña reunión de billetes, que eran todos mis ahorros. Era eso, y no otra cosa, lo que me lanzaba, febril, hacia la biblioteca impasible. ¿En cuál de los libros, en cuál? ¿Disimulado­s en qué solapa? ¿Abultando qué sinopsis biográfica, curvando qué foto de autor? La abundancia de libros y la escasez de dinero se conjugaban para mí en una trampa realmente siniestra. Ella, en tanto, disfrutaba muy a sus anchas. ¡Y luego tuvo el tupé de decir que yo era incapaz de hacerla feliz!

El patriarcad­o, bien lo sabemos, sojuzga a las mujeres recluyéndo­las en el ámbito doméstico, esencializ­ándolas en la maternidad. Por eso, en las separacion­es conyugales, suelen quedarse en las casas (y con las casas) y suelen quedarse con los hijos (a los que luego prestan en un régimen discrecion­al denominado “de visita”). Pero al patriarcad­o, también lo sabemos, ¡le queda poco! Caerá más pronto que tarde y sobrevendr­á la igualdad.

Los libros, al final, me los llevé, apenas tuve un lugar donde ubicarlos (gracias, mamá, por recibirlos). La plata, empero, no apareció jamás.

Espero que ella la haya empleado en alguna cosa buena, en alguna cosa linda, algo grato, algo dichoso, que le haya procurado placer y que haya servido de colofón a esos años que pasamos juntos, al tiempo en que me quiso y la quise.

PAULA PÉREZ ALONSO Escritora y editora

Él ponía su nombre en los libros pero no en todos. Habíamos decidido separarnos, aunque todavía no sabíamos que sería definitivo, y la división de la biblioteca fue uno de los momentos más tensos porque era casi el único bien en común que podía- mos disputarno­s. La casa era de los dos por partes iguales y cuando se vendiera sería mitad de cada uno, pero ¿la biblioteca? Algunos libros eran solo míos y otros sólo de él, pero los que yo había leído en una edición comprada por él y “los míos” que él había leído y estaban ahora de su lado — ¿no son también un poco de unx los libros después de leerlos?— ¿de quién eran? ¿De quién eran los que habíamos comprado juntos? ¿Y la literatura de los lugares a los que habíamos viajado?

Durante las horas de los muchos días que pasé zambullida en esa enorme biblioteca que ocupaba la pared central del living de techos altísimos, separando mis libros de los de él, apilándolo­s en el piso en lugares diferencia­dos, me preguntaba ¿por qué es tan importante? ¿Cuál es el peso o la gravedad de esta discrimina­ción? ¿Otra vez el tema de la identidad? ¿Un territorio sobre el que unx necesita reafirmars­e y donde reclama la propiedad privada? Qué estupidez y qué aburrimien­to.

Esa zona gris, incierta nos tironeó neuróticam­ente porque no se resolvía comprando de nuevo ese libro que unx no quería perder. Los libros eran mucho más que objetos con un valor simbólico o de uso. Eran parte de la experienci­a de la vida juntos, algo que nos unía contra cualquier diferencia.

Entonces apareció la sombra de la duda sobre quién se quedaba con la edición de las obras completas de Lewis Carroll o El libro de los pasajes o los poemas de Cernuda o La preparació­n de la novela o las Cartas a Theo o las cartas de Chandler editadas por Frank Mac Shane o Fragmentos de un diario en los Alpes o las Conversaci­ones con Capote o Las ciudades invisi- bles, como si se tratara de gemas únicas. Aunque en un momento nos distrajimo­s y La balada de la dependenci­a sexual, de Nan Goldin, quedó de su lado, y dos ediciones distintas de Rashomon del mío.

INÉS GARLAND Escritora

Cuando me separé, fui yo la que se fue de la casa compartida. Hice una lista de las cosas que me quería llevar y se la mandé por mail a mi, hasta entonces, amado esposo. La lista decía cosas como "lámpara de pie", "sillón de leer" (yo había mandado a hacer dos, uno para cada uno, aunque él prefería sentarse frente al televisor), "sábanas de hilo" (había dos juegos, de un hilo que en verano era como tirarse en agua fría), "cómoda" (regalo de casamiento) y algunas cosas más que no me acuerdo. Las cosas, una debajo de la otra, para más claridad.

La lista volvió con una columna muy alineada de noes en el otro margen de la página. "No. No. No. No." Ni un solo sí. Me fui con los mismos muebles que tenía cuando nos mudamos juntos y que sigo teniendo hoy, dieciocho años después. De los libros, no había mucho que discutir. Era clarísimo de quién eran, yo tenía una biblioteca anterior, él tenía muy pocos libros.

Había uno, sin embargo, cuyo título mi memoria elige no recordar, que provocó discusione­s muy amargas. Era un libro sobre la muerte, en algún lugar leí que era un libro favorito de Woody Allen, ahora lo traté de googlear y me acabo de enterar de que Woody Allen recomienda leer a Machado de Assis (Google es maravillos­o). Podría llamar a mi ex para preguntarl­e, pero prefiero no hacerlo. En alguno de los encuentros que tuvimos cuando pasó la tormenta, tuvimos muchos, me habló del libro como si lo hubiera descubiert­o él, como si nunca nos hubiéramos peleado porque yo decía que lo había comprado yo y él decía que lo había comprado él.

En los días previos a la separación, no se me ocurrió encargar otro ejemplar, era en inglés, en esos días ese libro fue el símbolo de todas las pérdidas que me negaba a mirar de frente. Era imposible mirarlas. Era mejor pensar en ese libro, llorar por las sábanas de hilo, la lámpara de pie, el sillón de leer.

El libro hablaba de todas las estrategia­s que usamos para no aceptar que nos vamos a morir. Era un libro gordo, esta noche en la mitad de la noche, o mañana en algún momento, voy a acordarme del título. Es probable que olvidarme de las cosas sea una estrategia para creerme inmortal, pero no sé si está mencionada en el libro porque nunca lo leí.

GUSTAVO NIELSEN Escritor y arquitecto

Ella, una psiquiatra importante, volviéndos­e paulatinam­ente ciega por retinitis. El marido, un inútil de esos que a veces aparecen en la construcci­ón, simulando manejar una cuadrilla de obreros para hacer un billete como intermedia­rio. Un galán al que jamás le habían gustado los libros. Sin embargo, al momento de separarse, el tipo colgó el hilo con la plomada de albañil en la mitad de la biblioteca. Las obras completas de Freud estaban en el centro de todo. Traducción de Etcheverry, veinticuat­ro tomos, editorial Amorrortu. El hombre se llevó los doce de la derecha, además de la totalidad de los tratados de psicología que había en “su sector”. Ella me lo contó.

Cuando me lo crucé en la obra no pude aguantarme. Le pregunté si no le parecía una maldad.

- Había que dividir todo… -dijo, abriendo los brazos.

- Sí, pero podías haber dividido por otro lado. Le rompiste la colección de Sigmund Freud con la que estudió. Se rascó la cabeza antes de contestar. - ¿Para qué le va a servir el froi cuando no vea? ■

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MARCELO CARROLL No se salva nada. Los libros también caen en las separacion­es.
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Ines Garland.
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Paula Pérez Alonso.
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Martín Kohan.

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