Elogio de las causas perdidas
Dice alguien que las únicas causas por las que vale la pena luchar son las causas perdidas. Hay sin duda mucho de romántico y bastante de épico en eso de dar batallas que, se sabe de antemano, están condenadas al fracaso. No es difícil imaginar, aun en tiempos de pragmatismo irreductible, a algún moderno émulo del caballero de la triste figura, suerte de combatiente virtual , enfrascado en una quijotesca y quimérica pelea contra contemporáneos molinos de viento. Quizás en su noble empresa lo acompañe un ladero tan fiel como aquel inefable Sancho Panza , un camarada de ruta que, WhatsApp mediante - lo tecnológico no quita ni lo cortés ni lo valiente-, siga estoicamente sus andanzas, prestándole oídos y corazón. Es que, si como suele también decirse, no es tan importante el destino o el punto de llegada como el camino desandado para alcanzarlo, bien puede afirmarse que lo esencial, al perseguir una causa, no es tanto su efectivo logro como la metafórica batalla para acometerla. El trabajo y la lucha en pos de ella, la adrenalina desatada, el latir acelerado del corazón, las afiebradas noches en vela planificando la mejor estrategia, los argumentos afanosamente elaborados en pos de encolumnar más y más voluntades detrás de la utopía acariciada. Puede ella convertirse, así, en un objetivo central, en una de esas razones que dan sentido a la existencia, que justifican cada amanecer, que ayudan a sortear las inclemencias con que el destino acecha. El resultado es lo de menos; la causa puede llegar a buen término o no. Después de todo, como decía Proust, el único paraíso es también el paraíso perdido.