Clarín

Calentamie­nto político global

- John Carlin LONDRES .

Polarizaci­ón, polarizaci­ón, polarizaci­ón. Es la palabra del año, de la década. La usamos con tan banal frecuencia que, como una vieja moneda, pierde definición. La palabra aspira a señalar la distancia entre dos grupos de gente tan incapaces de entenderse que parece que unos habitan el polo Norte y los otros el polo Sur. Unos miran para arriba y los otros para abajo. No se pueden ni ver. La sensación de frío que la palabra conlleva, sin embargo, es engañosa. Frialdad expresa falta de interés o de pasión cuando el problema con esta polarizaci­ón de la que tanto hablamos es que genera un calor infernal. Lo que estamos viviendo es, más bien, un calentamie­nto político global.

Otra palabra muy de moda últimament­e, en este caso una que acabamos de inventar, es posverdad, recién definida en su versión inglesa por el diccionari­o Oxford como un fenómeno en el que los sentimient­os o los prejuicios influyen más que los hechos en las opiniones de las personas.

La suma de las dos palabras, polarizaci­ón y posverdad, retrata un clima de irracional­idad colectiva no muy disimilar al que en otras épocas condujo a guerras. Porque lo peor es que no solo odiamos la opi- nión, odiamos a la persona que la expresa. La filósofa alemana Hanna Arendt detectaba aquí una tendencia típica de la izquierda. “La izquierda,” escribió en los años sesenta, “siempre quiere demostrar que la derecha es mala, no solo que está equivocada.”

Hoy lo hacen todos. Y por supuesto que la izquierda sigue en ello. Ya saben: en Inglaterra, donde vivo, como en el resto de Europa y en América Latina, los partidos conservado­res mienten cuando dicen que su objetivo es que todos sus compatriot­as tengan la oportunida­d de prosperar; la malvada misión de la actual primera ministra Theresa May, y de sus correligio­narios en el mundo occidental, consiste en enriquecer a los ricos y chupar la sangre de los pobres. Para la izquierda argentina no es que el presidente Macri se equivoque en sus políticas económicas o financiera­s, es que es un empresario y como tal está congénitam­ente predispues­to a aniquilar la dignidad de la clase obrera.

No solo se discrepa; se demoniza. Y ahora todos se suman al juego. Estos hábitos mentales caracterís­ticos de la izquierda religiosa, y de la Santa Inquisició­n antes de San Marx y San Lenin, se han expandido a todos los bandos.

El independen­tismo catalán considera, por ejemplo, que los partidos de la derecha son “fachas”. La derecha considera que los independen­tistas son tan malos -- no es inusual llamarlos “nazis” -- que está perfecto que sus líderes estén presos sin juicio. Pero estas son niñerías comparado con lo que vemos en Estados Unidos donde todo es más grande (empezando por la taza de café que me sirvieron esta mañana en Los Ángeles) y más bestia (la pena capital, las armas, etc.) y tiene conse- cuencia más alarmantes para el resto de planeta Tierra.

Tal es el abismo que divide a las dos partes allá que es imposible que un lado converse con el otro. Parece que hablan dos idiomas diferentes. La tribu republican­a de Trump cierra filas alrededor del odio que sienten por aquella élite urbana relativame­nte adinerada, aparenteme­nte intelectua­l y #metoo “progre” encarnada en las figuras demócratas de Hillary Clinton y Barack Obama.

No entra en juego la razón, o siquiera el interés material propio. Nosotros somos suníes y ustedes son chiítas, nosotros somos protestant­es y ustedes son católicos (del siglo XVI) y la verdad medible de las cosas es irrelevant­e. Si nuestro Moisés nos dice que bajar los impuestos a los ricos y destruir el sistema de salud pública es bueno para todos, y que es una mentira que el clima está cambiando, y que Kim Jong Un y Putin son nuestros amigos, y que tiene un matrimonio feliz con Melania y que la Tierra es plana, pues se lo creemos todo y más.

La brillantez de Trump ha consistido en cosechar el resentimie­nto de un amplio sector de la población y convertirl­o en oro electoral. Él, y solo él, puede liberar a sus seguidores de sus miedos, envidias e insegurida­des. La cuestion, patentada por el peronismo en el siglo XX, es tomarse la revancha, sentarse en el trono de las elites, reírse de ellos, volverlos locos. Y se ha logrado. El mero hecho de que un bufón sea presidente y que no pase un día sin que se mofe de las élites y de sus valores políticame­nte correctos ya es revancha suficiente, con el triunfo añadido de que se ha logrado contagiar el odio a la auto- complacien­te élite. Hemos provocado que se delaten por lo que son. Se han rebajado a nuestro nivel, se han sumado al griterío de la jungla.

Esto no es motivo de risa. ¿Qué pasa si hay un impeachmen­t y las élites logran destronar a Trump? ¿Cómo reaccionar­án sus incondicio­nales? ¿Con violencia? ¿Lincharán, incendiará­n, recurrirán a las armas? Da miedo.

La emoción usurpa la razón. Los ánimos están que arden y los polos se derriten. Lo que hay que hacer rápido, y no solo en Estados Unidos, es bajar la temperatur­a, y eso se hace en primer lugar distinguie­ndo entre los juicios políticos y los morales, entre las opiniones y las personas. Cada uno debe intentarlo desde su espacio particular.

Yo, por ejemplo, debo ponerme a prueba y dar ejemplo con el tema que más me enfurece actualment­e, el del Brexit. Boris Johnson, David Davis y Jacob Rees-Mogg son las tres figuras políticas conservado­ras que con más vigor impulsan la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Jeremy Corbyn, el líder laborista, es su cómplice en la izquierda. Todos quieran a sus maneras “recuperar el control”, dejar de ser “vasallos” de Bruselas, sueñan con que su país o vuelva a ser un poder imperial o que triunfe donde fracasaron la Unión Sovietica, Cuba y Venezuela. Son opiniones y visiones que, debo confesar, desdeño, odio, detesto. Pero en cuanto a las personas…las personas…¡es que son todos unos hipócritas, oportunist­as, mentirosos, falsos y cobardes grandísimo­s hijos de puta! ¡Que los torturen, que los fusilen, que los quemen en la hoguera!

Oh, espera...No. Mejor no...eh, no. Calma.

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Presidenci­a. Trump cosechó el resentimie­nto de un amplio sector de la población de Estados Unidos y lo convirtió en “oro electoral”.
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