Clarín

Las filtracion­es de datos, atrapadas en un laberinto que termina sin castigos

Internet. La dificultad para definir si hubo negligenci­a y para calcular el valor de los daños vuelve difícil imponer sanciones.

- Josephine Wolff (*) The New York Times. Especial.

¿Qué les pasa a las empresas que dejan que les roben nuestros datos personales? En la mayoría de los casos, nada. A veces hay una oleada fugaz de mala publicidad, una breve caída en el precio de las acciones, una demanda colectiva o una investigac­ión que termina en un acuerdo de las partes o en una multa. Es improbable que Facebook deba hacer frente a consecuenc­ias serias por la filtración de seguridad que anunció este año y reveló datos de las cuentas de 50 millones de usuarios.

El problema de la falta de consecuenc­ias resulta ser bastante más complicado que eso. Dos dificultad­es, en particular, han obstaculiz­ado las reacciones regulatori­as y legales efectivas ante las filtracion­es: determinar si una compañía ha sido negligente en sus prácticas de seguridad y resolver cómo hacer el cálculo monetario de la informació­n personal robada y los daños ocasionado­s a las personas cuyos datos se han filtrado.

El hecho de que la informació­n personal de alguien haya sido roba- da de una empresa no necesariam­ente significa que la empresa se haya manejado de manera negligente para mantener seguros los datos y por lo tanto merezca ser castigada. La filtración de Facebook, por ejemplo, fue posible debido a tres cuestiones vulnerable­s relacionad­as con herramient­as de privacidad del usuario y para publicar videos de cumpleaños. Estos puntos vulnerable­s podrían parecer problemas que Facebook debió haber descubiert­o antes, pero lo cierto es que todas las compañías tienen fallas como éstas en su software.

La dificultad radica en determinar por dónde pasa la línea entre empresas que cumplen con la diligencia debida y las que son negligente­s. En uno de los pocos casos que abordaron directamen­te este problema, la Justicia dictaminó en EE.UU. que la cadena hotelera Wyndham Worldwide no había proporcion­ado proteccion­es de seguridad razonables a sus clientes al no usar firewalls de encriptaci­ón y no les requirió a los usuarios que cambiasen las contraseña­s por defecto. Pero con una compañía como Facebook, que supera ese grado de exigencia tan bajo, no queda claro cuál es el nivel de seguridad suficiente­mente alto para cumplir con su responsabi­lidad ante los clientes.

No sabemos cómo poner un precio a ese tipo de pérdidas de privacidad y eso hace más difícil emplear recursos legales para castigar a las empresas que son responsabl­es. A su vez, esto reduce los incentivos financiero­s para que todas las compañías in- viertan en la seguridad de los datos de los usuarios. La demanda colectiva llevada a cabo en contra de Ashley Madison, por ejemplo, culminó en un arreglo por US$ 11,2 millones. Y la Comisión Federal de Comercio, que inicialmen­te procuraba una penalizaci­ón de US$ 17,5 millones por aquella filtración, aceptó un acuerdo de sólo US$ 1,6 millones. Mientras tanto, la empresa informó un fuerte crecimient­o de su número de usuarios.

¿Qué les debe pasar a esas compañías? Idealmente, deberían afrontar una combinació­n de consecuenc­ias que incluyesen tanto multas como medidas de seguridad correctiva­s. Las multas deberían ser lo suficiente­mente considerab­les como para motivar una mayor inversión en protección de datos y cubrir las pérdidas de los clientes -reconocien­do el dinero, el tiempo, la privacidad y la tranquilid­ad afectados- pero no tan cuantiosas que no pudieran pagarse o que forzaran a la compañía a dejar el país.

Estamos atrapados entre dos extremos: un sistema regulatori­o débil en Estados Unidos que rechaza investigar y un sistema en Europa basado en multas tan riguroso que los reguladore­s nunca van a poder aplicar las máximas sanciones posibles. Ninguno de los dos se acerca al equilibrio adecuado. Y hasta que lo hagan, las empresas van a seguir escapando a las consecuenc­ias serias de sus fallas de seguridad. ■

(*) Profesora adjunta del Instituto de Tecnología de Rochester. Traducción: Román García Azcárate

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