Etiquetas de las que cuesta deshacerse
Están ahí, omnipresentes hasta la exasperación. Rozan la piel en aquel lugar donde termina la espalda, apenas más abajo del cinturón. Hacen que levantemos cuatro o cinco veces al día la tela de la remera o la camisa a la altura del cuello. Son las responsables de esa molestia que a veces sentimos al caminar y nos cuesta descubrir. Cosidas con hilos dorados y crujientes o, mucho peor, con tansa plástica, las etiquetas pueden amargarnos el día en el trabajo si no tenemos una tijera a mano. Y hasta arruinarnos una fiesta, si ya estamos en el baile y estrenamos vestido sin haber tenido la precaución de volver a probarnos con tiempo. Poco importa si es una blusa de seda de diseño premium comprada en shopping a precio sideral, o una baratija de outlet. Molestan como el zumbido de un mosquito cuando intentamos conciliar el sueño. Tratar de sacarlas es un asunto aparte. Si los botones se pierden a la segunda abrochada, o las costuras de las sisas se sueltan sin avisar, desarmar una etiqueta puede requerir varios intentos. Algunos ilusos creen que basta con cortar a cada lado de los bordes. Pero no, justamente los bordes están recosidos y rematados con un empeño que más quisiéramos en otros ítems. ¿Las peores consecuencias? Una lesión en la piel; o un agujero en la tela cuando ya se perdió la paciencia.
Vaya a saber uno por qué los hacedores de ropa se han empeñado en hacernos sufrir para dejar adheridas a nuestras prendas su marca, que muchas veces ni siquiera es de fábrica, sino un simple trozo de tela que reemplaza a la original. Es un detalle, sí. Pero Dios está en los detalles. ■