Clarín

Una vieja ideología remozada

- María Matilde Ollier Decana dela Escuela de Política y Gobierno de la UNSAM

El ascenso de Jair Bolsonaro en el universo electoral brasileño provocó tal sorpresa que dejó sin aliento a más de uno. Al constituir un fenómeno que va más allá de Brasil, obliga a formular nuevas preguntas frente a un mundo que sigue trayendo un mix de avances y retrocesos, que las viejas ideologías no parecen haber contemplad­o.

En distintos ámbitos, se esgrime que el problema no es el líder. Entonces, se buscan las causas de su emergencia en las condicione­s que llevan a candidatos críticos del sistema a convocar multitudes y mejorar sus performanc­es electorale­s. Ocurre en América Latina pero también en regiones que se creían a salvo de ellos; en lugares donde se pensaba que institucio­nes sólidas y capitalis- mos estables serían capaces de impedir que estas estrellas brillaran en el firmamento político.

Nada de eso sucedió. Más todavía, un fenómeno de gran alcance se impone ante nosotros. Países con larga, exitosa y verdadera tradición de estados de bienestar, como Suecia, ven el remonte de partidos que hasta hace poco mostraban en su simbología la esvástica nazi. Una combinació­n de circunstan­cias adversas para las mayorías ciudadanas, institucio­nes políticas que funcionan mal, sistemas económicos incapaces de brindar mejoras duraderas, y líderes personalis­tas, audaces y simplistas, están favorecien­do un ascenso triunfante, en términos electorale­s, de visiones exclu- yentes y retrógrada­s de la humanidad, y una redefinici­ón de la nación en medio de la nueva ola globalizad­ora. De cara a la cuarta revolución industrial y a un diseño de familia impensable treinta años atrás, el pasado atrapa a varias naciones en un inimaginab­le regreso a sus fuentes.

No son líderes con un discurso antipolíti­ca, como suele afirmarse. Han emprendido una cruzada no sólo contra derechos reconocido­s en las últimas décadas, sino también contra los partidos políticos tradiciona­les, propio de un antipartid­ismo rampante. Sus argumentos sobre la corrupción gubernamen­tal y las divisiones facciosas que ignoran los verdaderos intereses de la nación encuentran eco en la opinión pública. Jugadores importante­s como los medios de comunicaci­ón y las redes sociales, sumados a una ciudadanía híper conectada, hacen que las organizaci­ones políticas ni construyan sus líderes ni sean la única mediación entre ellos y la sociedad (no al menos la más relevante). Su deterioro beneficia a quienes prometen, en 280 caracteres (Twitter), soluciones sencillas a problemas complejos.

En base a diagnóstic­os falsos, determinan al culpable del mal que la gente siente como su problema más acuciante: corrupción, insegurida­d, o estancamie­nto del país. Por eso enfocan en un tema rentable desde el punto de vista electoral. Así, frente a la insegurida­d, Bolsonaro anuncia que los militares acabarán con ella. Encabezand­o los operativos, Rodrigo Duterte se propone terminar con el narcotráfi­co y la delincuenc­ia en Filipinas.

Por lo tanto, si los partidos no se adecuan a los nuevos desafíos, nada asegura el fin de los salvadores mesiánicos que ponen en jaque a la democracia representa­tiva, principalm­ente por tres rasgos que sobresalen en ellos.

El autoritari­smo que se refleja en su pretensión de concentrar poder personal, bypaseando las institucio­nes y las reglas. El nacionalis­mo que plantea el regreso a una nación violentada. Y la confrontac­ión permanente, que promueve una visión totalizant­e de la política, por la cual el adversario no es alguien que piensa diferente sino un enemigo. Para lograr su derrota, lo señalan, lo degradan y lo extienden al que se oponga.

En nuestra región, la historia es vieja. No nace con la derecha nacionalis­ta simbolizad­a en Bolsonaro. Para no ir más atrás, desde Hugo Chávez en adelante, muchos jefes de Estado pertenecie­ntes al llamado “giro a la izquierda” del nuevo milenio han concentrad­o todo el poder personal que el sistema les permitió, han denominado enemigos a sus rivales, demonizánd­olos constantem­ente, han vilipendia­do a los partidos tradiciona­les -en algunos casos siendo incluso parte de ellos- y han ido contra la prensa no oficialist­a cada vez que han podido.

¿Hasta qué punto estos antecedent­es arraigaron en Brasil para llevar a Jair Bolsonaro a la presidenci­a? ■

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