Clarín

Defensa del laicismo

- Fabio Quetglas y Luis Tonelli

Diputado nacional y Politólogo, respectiva­ment

No hace falta ser un historiado­r calificado para valorar el peso que la Iglesia católica ha tenido, y en gran medida sigue teniendo, en el devenir global. La Iglesia, más allá de su misión pastoral, y también por ella, es un actor político de primer orden: ese lugar es el que ocupa; desde ese lugar dice y hace. De hecho, el modo de organizaci­ón de nuestros estados se ha ido modelando sobre la matriz que la Iglesia concibió previament­e. Por cierto, a la Iglesia siempre le ha sido difícil cumplir con la palabra de Cristo “Dar al Cesar y a Dios lo que es de Dios”. Históricam­ente ha intervenid­o activament­e en cuestiones mundanas y terrenales. E incluso, cuando se ha limitado a su rol pastoral, ha entrelazad­o un mensaje espiritual con planteos concretos sobre economía y el orden social.

Sin dudas la posición socialment­e relevante de la Iglesia se nutre de una historia donde ha tenido un rol relevante en configurar nuestra cultura occidental y también de la existencia de millones de fieles para los cuales su palabra es importante. Aun así, es evidente que muchos de esos fieles no coinciden con la totalidad de sus postulados, no son consecuent­es con los mismos o, siéndolo, no están dispuestos a alinearse con las acciones de la Iglesia como una organizaci­ón política (recordemos que el Vaticano es un Estado).

Asimismo, las sociedades plurales modernas están compuestas de diversas minorías de creyentes activos que profesan diferentes religiones, junto a no creyentes, y también agnósticos y ateos que han encontrado en el Estado Democrátic­o de Derecho y Laico el modus vivendi para que cada uno y cada cual puede optar por el modo de vida acorde con sus va- lores, pero sin invadir la esfera de creencias del otro.

De este modo, el laicismo no consiste en negar la dimensión religiosa, ni siquiera en condiciona­rla. De hecho, muchos de quienes creemos en la necesidad de separar al Estado de la/s Iglesia/s, tenemos creencias religiosas que nos inspiran y que consideram­os relevantes en nuestra vida. Por el contrario, el laicismo es una garantía de que el Estado no intervendr­á en la vida de los ciudadanos respecto de sus creencias religiosas. La idea de “neutralida­d” asociada al laicismo es un enorme avance de la civilizaci­ón y uno de los fundamento­s del pluralismo.

Esa “no intervenci­ón estatal” tiene un aspecto activo, al compromete­rse el Estado con el sostenimie­nto y la defensa de la libertad religiosa, dentro de los ámbitos específico­s de culto; liberando por tanto al espacio público (material o simbólico) de referencia­s religiosas.

Una de las derivacion­es más profundas de la laicidad es justamente permitirle a los ciudadanos optar por la intensidad de su vínculo religioso, liberándol­o de una religiosid­ad impuesta autoritari­amente. La confusión de las esferas religiosa y política ha constituid­o una fuente de conflictos de alta intensidad por Siglos, e incluso ha sido el fermento de las posiciones anti-religiosas.

En una democracia todos tenemos el derecho de expresarno­s y de participar en la promoción de nuestras ideas. Las Iglesias, como cualquier otra organizaci­ón de la sociedad civil, hacen uso activo de ese derecho, pero muchas veces caen en la actitud autoritari­a de considerar que sus preceptos no están sólo dirigidos hacia su feligresía sino hacia todos los miembros de la sociedad. Cuando los miembros de la Iglesia participan de un debate político sobre una cuestión de Estado deben entender que lo que se busca es la solución al problema que trascienda las visiones y confesione­s particular­es.

Cosa que también deben, con más responsabi­lidad todavía, comprender los representa­ntes y autoridade­s políticas que, han sido elegidos para resolver problemas y urgencias públicas antes que para exterioriz­ar sus creencias personales. El descansar tranquilos en la satisfacci­ón de ser consecuent­es con sus conviccion­es particular­es bloquea la posibilida­d de llegar a un acuerdo público que aporte soluciones para el sufrimient­o y hasta la muerte de las personas en este mundo terrenal, que es sobre el cual tiene que actuar el Estado.

Asimismo, la dirigencia eclesiásti­ca está en todo su derecho de recibir o juntarse con quien quiera, pero su politizaci­ón en la coyuntura hace que su misma prédica pastoral y social pueda quedar en un segundo plano, confundida en sus objetivos.

A esto se suma la tendencia de la dirigencia de la Iglesia a defender sus puntos de vista, privilegio­s y tradicione­s embarcándo­se en pequeñas cruzadas que crean un clima extorsivo, muy poco convenient­e para la discusión democrátic­a. El lugar de esos debates es el Parlamento, el fundamento de los mismos deben ser la informació­n precisa y rigurosa y las soluciones que adoptemos, las que mejor respondan a la realidad de este país heterogéne­o y diverso.

Necesitamo­s más laicismo, porque Argentina no necesita de ninguna cruzada, sino de una respuesta moderna, calificada y plural para sus problemas. ■

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