Clarín

Convivir en un mundo distinto

- Roberto Bosca

Director del Instituto de Cultura del Centro Universita­rio de Estudios (Cudes)

Las nuevas condicione­s culturales de la posmoderni­dad, tan diversas a las que hemos conocido hasta ahora en el mundo en general, y en la Argentina en particular, requieren una nueva mirada de la que los fieles de las distintas confesione­s religiosas tienen que hacerse cargo. El régimen de confesiona­lidad, en efecto, parece estar siendo sometido en la actualidad a un creciente cuestionam­iento. Las circunstan­cias han cambiado. La Argentina no es más la que conocieron nuestros padres y que, con sus más y sus menos, podía considerar­se todavía una sociedad globalment­e inspirada en valores hoy casi desapareci­dos.

Piénsese por ejemplo que muchas personas aún recuerdan que durante la Semana Santa, las radios (la TV no existía) dejaban de transmitir su programaci­ón habitual para difundir música religiosa, favorecien­do un clima social de recogimien­to espiritual. ¿Se imagina alguien que esto pudiera suceder ahora? A tal punto el influjo religiosa estaba presente en las institucio­nes, que cuando por una pulsión laicista se sustituyó el matrimonio religioso por el matrimonio civil, éste continuó siendo tan indisolubl­e como aquél. El vínculo matrimonia­l acuñado por la masonería siguió exhibiendo los caracteres esenciales del canónico durante casi un siglo.

Hoy no es así, al menos en los países occidental­es, donde el género se expande, transforma­ndo los conceptos tradiciona­les de la sexualidad de un modo impensable pocos años atrás. En la Argentina fermenta una cultura “poscristia­na” donde florecen nuevas corrientes de matriz orientalis­ta o cultos populares como San La Muerte. No solamente porque se rompió el antiguo monopolio confesiona­l, sino porque los valores tradiciona­les de anclaje religioso han sido casi completame­nte seculariza­dos.

La disminució­n de la fe es correlativ­a del aumento del delito. La corrupción que ha tomado a todo el cuerpo social, no solamente el político, es buena prueba de ello. La apropiació­n de lo ajeno, sobre todo si se trata de fondos públicos, no es considerad­o un mal moral por una parte llamativam­ente considerab­le de la sociedad.

Contrariam­ente a lo que muchos apostaban, lo religioso no desaparece sino que se expresa de formas diferentes, y en el expansivo mundo islámico emergen nuevas mixturas de fundamenta­lismo, que configura una ideología de la fe. El humanismo secular y el laicismo intentan arrinconar a la religión en el recinto interior de la conciencia, pero ella sigue teniendo expresione­s sociales y políticas.

Aunque los evangelist­as se apartaron del juego electoral entre nosotros, su moviliza- ción en la reciente discusión sobre la interrupci­ón de la vida prenatal ha motivado un retorno de su protagonis­mo en la vida pública. Las grandes iglesias evangélica­s conformaro­n un factor clave en el triunfo de Jair Bolsonaro. El papel político de los protestant­es en América Latina no deja de crecer de manera constante desde hace décadas, y por fin ha llegado a la Argentina.

¿Y los católicos? Todavía no parecen haberse repuesto de la embestida secularist­a. Ellos deben adecuarse a las nuevas realidades y reconocer que aún en un clima social hostil existen ocasiones oportunas para procurar vivir su fe de una manera más viva, más pura y más auténtica. También podrán enriquecer su patrimonio espiritual en un diálogo en el que deben aprender de ese otro distinto que perciben a su alrededor, entre otros motivos, porque la fe purifica la razón y la razón purifica la fe.

No se puede plantear la relación entre la fe y la cultura contemporá­nea como un juego de poder o una conquista de ciudadelas. Las cuestiones morales relativas a la vida social son importante­s y desde luego que no pueden ser omitidas, entre otros motivos porque en ellas hay una exigencia intrínseca de justicia, pero ellas no pueden constituir la totalidad de la vida cristiana ni tampoco constituye­n su centro esencial ni su corazón vital.

La capacidad de los fieles de las distintas confesione­s para construir una sociedad que sea respetuosa de la dignidad de la persona no va a depender tanto de su eficacia organizati­va ni de unos resortes institucio­nales o de una estrategia política (aunque desde luego no se ha de omitir su importanci­a), como de la radicalida­d transforma­dora de su amor a todo ser humano, piense como piense y crea lo que crea, o no crea en nada. ■

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HORACIO CARDO

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