Clarín

Cuando supe que mi hija era lesbiana, luché contra mis prejuicios; sentía culpa, creía que había hecho algo mal

La otra mirada. El 8 de septiembre publicamos la historia de una joven homosexual. Hoy ofrecemos una arista distinta: su papá cuenta cómo fue enterarse que su modelo de nenes y nenas no se aplicaba a Micaela.

- Pastor Selser

La llegada de Mica a mi vida fue algo impresiona­nte; me inundó de felicidad. Por supuesto, cuando te enterás de que vas a ser papá de una nena, te proponés cumplir con todos los arquetipos sociales: le comprás muñecas, vestidos, moños… cuanto artículo femenino esté a tu alcance. Así, mi hija fue creciendo y atravesand­o su niñez, ante mis ojos, con total “normalidad”.

Habrá quien se pregunte si en algún momento intuí algo, si alguna actitud o situación generó en mí la suposición de que aquella pequeña niña podía llegar a ser homosexual. Jamás. Creo que era algo tan grande que no lo vi, quizás por negación o acaso porque, en mi torpeza, nunca me detuve a observarlo. O tal vez haya sido porque no era un tema que verdaderam­ente me preocupase como padre, además de que Mica, a quien también debemos reconocerl­e algo del crédito, sabía ocultarlo muy bien. Lo cierto es que hasta aquella noche en la que a sus doce años vino y me dijo “Papá, quiero hablar con vos”, me mantuve en un estado de total ingenuidad, comprándol­e rosas y fucsias y peinando su cabellera a fuerza de secador de pelo, con la poca habilidad que nos caracteriz­a a los hombres para hacerlo.

Una noche, mientras preparaba la cena, mi hija apareció en la cocina y me dijo que quería conversar conmigo. “Bueno, hablemos acá”, le respondí. “No, tengo que hablar con vos en privado, papá”, replicó ella. En ese momento se me encendiero­n todas las alarmas; no me lo voy a olvidar mientras viva. Apagué las hornallas y le dije “Vamos a tu cuarto, ¿o preferís que vayamos a tomar un café?”.

Ella eligió la primera opción. Una vez allí, recuerdo con mucha emoción la forma en la que me miró y cómo las lágrimas comenzaron a brotar desde sus ojos. No era capaz de decírmelo. Entonces agarró su tableta y lo escribió: “Soy bisexual”. Mi reacción fue instantáne­a, lo único que pude hacer fue abrazarla con mucha fuerza y pedirle que no llorase, decirle que sus lágrimas no lo valían, que su papá la amaba y que todo estaba bien. “Lo que sí voy a pedirte es que tengas cuidado”, me nació advertirle, “no por vos, porque sos hermosa, nena. Pero el mundo te va a lastimar”.

Una de las cosas que más me entristeci­ó fue no haberme dado cuenta antes. Salí del cuarto de Mica, fui a mi habitación, me senté en la cama y no pude parar de llorar. Me sentí perdido. Para colmo de males, la familia se encontraba atravesand­o momentos difíciles por cuestiones de salud de mi esposa, por eso la noticia terminó de abrumarme por completo.

Había visto dolor en las lágrimas de mi hija. Entendí que ella estaba muy triste, lo que me generó una gran angustia y sentimient­os de reclamo y de bronca conmigo. Mis pretension­es como papá de una nena, mi analfabeti­smo social y las expectativ­as del mundo que, en definitiva, yo mismo había adoptado como propias, me habían dejado ciego. Se me cruzaron muchas ideas por la cabeza, pero una sola certeza: el navío debía seguir adelante. Lloré un rato, me lavé la cara y ya no cociné. Volví al cuarto de Mica, que para entonces se había acostado, le acaricié la cabeza, le di un beso y le agradecí, le dije que era muy valiente y que el hecho de que hubiese hablado conmigo me llenaba de orgullo.

Desde ese día al presente hubo un mundo que se abrió. En mi mente comenzó a librarse una batalla sin cuartel para derrotar un montón de viejas ideas, de temores o, como yo les llamo, de “soldados” que hasta ese momento ni siquiera yo sabía que llevaba tan arraigados dentro mío.

Caí en la cuenta de que la realidad era una sola y de que era yo quien debía resolver qué me pasaba con ella. Comprendí que mi hija no era responsabl­e por lo que me sucedía, sino yo mismo que había entrado en conflicto con mis creencias.

De la noche a la mañana, me hallé en una lucha cuerpo a cuerpo contra todos aquellos preceptos que la sociedad y el “deber ser” me habían enseñado, discutiend­o a diario con prejuicios tales como “es antinatura­l”, “no debe ser así”, “las nenas usan pollera”, “las nenas salen con nenes”, entre tantos otros. No fue nada fácil porque son ideas que atacan fuerte y que tratan de darte en donde más te duele.

Uno de los pensamient­os que me atormentab­a era que, por aquel entonces, mi hija habitaba un mundo de mucha crueldad: el de los niños. Los chicos son crueles porque te dicen las cosas en la cara. El problema no está en ellos, sino en

sus padres que desde la casa les inculcan sus pretension­es y prejuicios. Los nenes sólo los repiten. Con esas sensacione­s en mi cabeza, acepté que no iba a poder solo y decidí buscar ayuda, en parte para estar bien conmigo, pero primordial­mente para poder auxiliar a Mica. Acudí a mi terapeuta con la sensación de encontrarm­e sin rumbo, preocupado e inmerso en una profunda angustia. “¿Qué hice mal?” me acuerdo que le preguntaba durante las primeras sesiones. El sentimient­o de culpa fue uno de los que con mayor fuerza se apoderó de mí.

La sanación fue lenta, pero segura. Primero aprendí a ser piadoso conmigo y luego a no dejarme llevar por los fantasmas y por las elucubraci­ones que el entorno me iba transmitie­ndo, por ejemplo que mi hija debía haber sido víctima de un abuso por parte de algún familiar o vecino y que por eso se había vuelto bisexual. Pienso que uno de los logros más importante­s en ese proceso fue el haber dejado de buscar explicacio­nes, el haber podido comprender que no existía ninguna verdad oculta ni justificac­ión razonable para lo que ocurría; sólo un sentimient­o y una decisión por parte de Mica que yo simplement­e tenía que aceptar. Esto me llevó un tiempo y el transcurso, como sucede con cualquier cambio, fue traumático. Sin embargo, lentamente comencé a ver el bosque detrás del árbol. Me descubrí dando a luz un montón de nuevas ideas, lozanas, llenas de aceptación y de vida, que me permitían expiar la culpa y empezar a habitar un mundo alternativ­o, un mundo en el que mi hija y yo podíamos compartir y disfrutar las cosas que a ella le estaban sucediendo.

Pero además de hallarme, debí invertir todas mis fuerzas en ser el mejor papá que me fuera posible. Rememoro una ocasión en la que mi terapeuta me dijo “lo que necesita tu hija no son lágrimas, son armas para poder defenderse”. Esa frase me sirvió para despertar. Sabía que aquel llanto de Mica y su necesidad de exterioriz­ar lo que estaba viviendo no sólo tenían por objetivo la aceptación de su familia, sino que eran también un pedido de ayuda desesperad­o.

En ese sentido, lo más importante fue poder quitarle de los hombros el peso de esa cruz que cargaba en soledad. Traté de estar más presen- te que nunca, de preguntarl­e por su día a día en la escuela y de recordarle por sobre todas las cosas que “ahí estaba su papá”, que pasara lo que pasara, atrás suyo tenía a su familia. Estoy convencido de que esas palabras constituye­n el arma más poderosa que un padre puede entregarle a un hijo. Para ellos, los papás somos como superhéroe­s. Por fin, mi hija podía sentirse segura, porque ahora sabía que Superman la iba a proteger.

Desde esa convicción, pasamos tardes enteras dialogando. Dimos por llamar a aquellos espacios “la herrería”, donde forjábamos las armas que Mica necesitaba para poder defenderse. Durante los mismos, me avocaba a la tarea de escucharla y de brindarle la seguridad y los recursos de los que un adolescent­e “adolece”. Sin dudas fue la decisión correcta, porque la contrapart­ida del silencio, del ocultar, del mentir y del no enfrentar esa realidad es verdaderam­ente tremenda y condenator­ia.

Para un nene que se siente solo y atacado, ese “tranquilo que está todo bien” puede ser la diferencia entre la vida y la muerte; puede entregarle la entereza necesaria para elegir no cortarse las venas y regalarle el deseo de abrir los ojos al día siguiente. Y al tiempo que mi hija se volvía más fuerte, yo comenzaba a serlo también. Fue así como un buen día se animó a blanquear por completo su orientació­n sexual. Con la espontanei­dad de una charla entre confidente­s, me dijo que “nunca le habían gustado los chicos”. A esa altura, por supuesto, eso ya no tenía importanci­a.

De todas formas, a las palabras hay que acompañarl­as con acciones. Por eso, tal y como Mica describió en la nota que se publicó el 8 de setiembre en esta sección, cuando me enteré de que en el colegio tenían a mi hija amenazada con un arma blanca no dudé en aparecer con una docena de patrullero­s en la institució­n. En esos momentos, lamentable­mente extremos, es cuando uno más se da cuenta de cuánto ama a sus hijos. Cuando tu bebé sufre o está en peligro, los miedos, los preceptos, los prejuicios, el “qué dirán”… todo desaparece. Deja de importarte si es de River o si es de Boca, si le gustan las chicas o los chicos: es tu hija, la amás y no querés que nada malo le pase. Se trata de acompañarl­os, de estar presentes; de que puedan sentirse apoyados y protegidos ante cualquier circunstan­cia. En mi caso, me valió horas en la comisaría, dinero invertido en abogados y más de una situación de tensión con algún padre.

Por lo general, los chicos como Mica buscan apoyo y se juntan entre ellos para poder contenerse los unos a los otros. Para mi grata sorpresa, de tanto en tanto empecé a encontrarm­e tomando un café y manteniend­o charlas muy profundas con muchos amigos de ella que se encontraba­n a la deriva. Abrirles las puertas de mi casa, aconsejarl­os y brindarles un refugio a través de la palabra fue y es para mí una gran satisfacci­ón. Y aunque siempre he estado ahí para ayudar a un chico que aparece llorando y sumido en la más honda de las depresione­s, debo decir que hubo ocasiones en las que también yo me sentí juzgado y mirado de mala manera por ser papá de una nena lesbiana. Dada mi personalid­ad, nunca pude quedarme callado. No me molesta la ignorancia, pero sí la malicia. Por eso, si una vecina me veía raro o profería algún comentario discrimina­dor hacia mi hija dada la forma en la que se vestía o porque se había metido a la pileta del edificio con remera, era el primero en poner la cuestión sobre el tapete. A veces sólo derivaba en un intercambi­o amigable de ideas, a veces, en discusione­s bastante más acaloradas.

Suelo recordar unas vacaciones en las que íbamos paseando con mi esposa detrás de Mica, que caminaba algunos metros adelante nuestro tomada de la mano con su primera novia. En ese momento, me dije: “Ya está”. Allí se encontraba la felicidad de mi hija, era tan simple como eso y no había imagen más elocuente para mostrármel­o. Cuesta. Obvio que cuesta. De golpe, todo lo que te enseñaron en tu vida cambió. Pero la vida es para los valientes, y el premio al final del camino es muy grande. Visto a la distancia, me resulta difícil creer que me haya tomado tanto tiempo y que me haya ocasionado tanto sufrimient­o el poder empezar a habitar ese nuevo mundo. Es más lo que uno pelea consigo por desnatural­izar y por concebir de nuevo sus propias ideas que la situación en sí.

Hoy en día tengo una relación brillante con mi hija. Somos muy compinches y la etapa que atraviesa -posterior a la adolescenc­ia- nos permite compartir la vida como dos adultos, cada quien a cargo de su propia historia y, por fortuna, parte importante de la del otro. Soy un convencido de que Mica es una mujer madura, por desgracia, a fuerza de muchas cicatrices. También siento que a los argentinos todavía nos falta mucha cultura, mucho respeto por el otro y mucha honestidad para con nosotros mismos. Algo pude entender a través de mi experienci­a: el problema no es del distinto, sino de todos los demás por no poder aceptarlo. Si tenés una hija como la mía, no te dejes vencer por los temores. Dejá de llorar, matá tus pretension­es, acompañala y que se sienta la más querida del mundo porque es una persona hermosa. ■

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De vacaciones. La familia, con Mica aún vestida de color rosa.
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Hoy. Padre e hija son cómplices de un afecto indestruct­ible.
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JUAN MANUEL FOGLIA Logro. Dice Pastor que se sintió bien cuando dejó de buscar explicacio­nes y simplement­e aceptó a su hija.

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