Clarín

Crónica de un vuelo en el avión que todos esperan en la Antártida

Clarín en la Base Marambio. El Hércules es como un “galpón con alas”, ruidoso y sin baños, donde la carga es prioritari­a y los pasajeros se acomodan como pueden.

- Héctor Gambini hgambini@clarin.com

Un Hércules es un galpón con alas. Un enjambre de militares sube y baja de él como entran y salen los trabajador­es de un depósito con tinglado. Cargan bultos que van a ir a la Antártida. Son canastos plásticos enormes y hasta un contenedor metálico que es una cámara de frío con dos toneladas de alimentos y medicament­os que necesitan viajar así. El contenedor ocupa la mitad del avión, de modo que los pasajeros se arreglarán con el cuarto delantero.

En un Hércules, uno ocupa el lugar que sobra de la carga. Viajamos 25 hombres, cuatro mujeres y un bebé.

En el aeropuerto de El Palomar -a metros de la terminal de FlyBondi- nunca se sabe a qué hora va a estar listo el Hércules. Primero partía a las 8, luego a las 10, luego a las 11. Los militares que se van a Río Gallegos y a la Antártida esperan en un comedor a puro mate y cremonas recién horneadas. Hay una calma ansiosa.

En un rincón está Ariel López, un sargento ayudante del Ejército que es mecánico de instalacio­nes. Lo acompañan su mujer y sus dos hijas, que fueron a despedirlo. Va a la base Marambio de la Antártida por tres meses para hacer mantenimie­nto general durante el verano y dejar todos los arreglos listos para que la nueva dotación -la número 50 en la historia de la base- pase el largo invierno.

Es la cuarta vez que López va a la Antártida. En dos de las anteriores estuvo 14 meses por vez. Ha hecho de todo. Desde picar hielo en el glaciar para llevar a los calentador­es y hacer agua hasta transporta­r caños para obtenerla de una laguna cercana, en los meses del deshielo. Trasladar y conectar cada caño puede llevar una jornada de trabajo para un hombre. López dice que está viviendo el peor momento de la misión: despedirse de su familia. Pero que luego todo se acomoda y se acostumbra­n.

López dice que para estar tanto tiempo en la Antártida es mejor ser callado y estar ocupado todo el tiempo. El problema con la familia es que queda fuera de lo que la escritora Samanta Schweblin llama “distancia de rescate”. Lo que pase con los chicos será cuestión de la mamá. Y lo que pase con la mamá, cuestión de hermanos, cuñados o suegros. El voluntario antártico es un marino mercante de los hielos eternos. Su ausencia es consensuad­a pero brutal. Papá se va. No va a venir pase lo que pase. Y hay que arreglárse­las así. En eso, la Antártida es un poco una muerte voluntaria y circunstan­cial. La muerte de la ausencia prolongada. Cada voluntario que pide viajar la acepta.

El de la Antártida es un destino anhelado por la diferencia económica. Los suboficial­es que viajan allí triplican su sueldo con los viáticos y acceden a beneficios como exenciones impositiva­s en la compra de autos o créditos accesibles para viviendas. Para los bolsillos flacos, la Antártida es un horizonte de salvación.

El Hércules despega finalmente a las 12 y nadie dice lo que hay que hacer. Ni cómo abrocharse los cinturones -que llevan un mecanismo diferente al de los aviones comerciale­s- ni de dónde agarrarse. El Hércules no tiene asientos sino una interminab­le sucesión de caños, lonas, redes, correas y arneses. López y su compañero mecánico sientan en el piso.

Lo único que todos, pero todos, hacen igual, es ponerse tapones en los oídos. Un suboficial reparte unas versio- nes amarillas en bolsitas transparen­tes. A los 10 minutos del despegue, la mayoría va durmiendo. Los bolsos y las valijas de todos van en un par de camillas que hacen las veces de portaequip­aje y cuelgan del techo. Todo lo que se ve está agarrado con correas y correderas. El techo está desnudo, con todos los cables a la vista. Sólo sobre mi cabeza cuento 16 manojos que corren como venas abiertas desde la cabina hasta la cola del galpón con alas.

En medio del ruido ensordeced­or, los dos militares que siguen despiertos dialogan como a tres metros de distancia. Han aprendido a leerse los labios. Uno le alcanza al otro el catering para los ocho tripulante­s que van en la cabina, incluidos el piloto y el copiloto. Una bolsita blanca con pan y unas fetas de salame y queso.

No hay baños a la vista. Ni fuera de ella. En el Hércules hay un recipiente pequeño sobre una tarima y una pequeña rampa desde donde apuntar, en el caso de los hombres, y desde donde intentar un acercamien­to anatómico que es una proeza, en el caso de las mujeres. Una cortina plástica que se pega a la espalda es toda la privacidad. Misión imposible. Debe ser más fácil pilotear el Hércules que usar su baño.

Allá arriba, cerca del techo y escondido por los bolsos, un cartel amarillo dice: Aterrizaje: 6 timbres cortos prepararse. Un timbre largo asegurarse. Si sonaron, fue imposible oírlos.

A las dos horas de vuelo -la mitad de lo que tarda en llegar a Río Gallegos- corren el mate y las galletitas dulces. El bebé se despertó y juega sobre el regazo de su madre. Se llama Faustino, tiene ocho meses y va a visitar a su abuelo, que trabaja en la base aérea de Río Gallegos. Tiene un buen humor que contrasta con el de la mayoría de los bebés en vuelo.

El Hércules es un avión de guerra y va “desnudo” por dentro para ser reparado en pleno vuelo ante cualquier contingenc­ia. El que nos lleva fue remodelado a nuevo por la Fuerza Aérea y su instrument­al es completame­nte digital. Es un avión noble, insignia y adoración mayor de los pilotos de la Antártida. Aterriza allí desde 1969 y uno de los hombres que hizo aquella pista a mano lo espera en Gallegos una vez más.

Juan Carlos Luján tiene ahora 79 años. En octubre del 69 estuvo con un grupo de compañeros de la Fuerza Aérea despejando a pico y pala una franja de tierra sobre una meseta buscando la proeza de que un avión con ruedas -sin esquíes- aterrizara en la Antártida por primera vez en la historia. Lo lograron.

Así llegó el Hércules que nos trajo a Marambio hace 5 días, tras aquel vuelo inicial a Santa Cruz. En esta tarde de domingo en la que el viento blanco -con ráfagas que superan los 140 kilómetros por hora y una temperatur­a de 12 grados bajo cero- domina la isla, ya no se lo espera ni como milagro.

Que ese avión hace milagros lo sabe Ricardo Sánchez, el enfermero de la dotación anterior que se fue en el último Hércules que salió de Marambio. Una tarde cerrada del invierno pasado, el avión más deseado en este enjambre de casitas sobre el hielo le trajo entre su preciosa carga un sobre chiquito y personal. El diente de su hija más chica, que pidió mandárselo a su papá en el fin del mundo, para que él se lo entregara al Ratón Pérez. El enfermero rompió en llanto y separó un billete para el reencuentr­o que ocurrió la semana pasada en El Palomar, después de un año sin verla. Nunca le dirá que en la Antártida no hay ratones. ■

 ?? MARIO QUINTEROS ?? Bebé a bordo. Faustino, de sólo 8 meses, fue parte de la tripulació­n que viajó en el Hércules. Fue a Río Gallegos, a visitar a su abuelo.
MARIO QUINTEROS Bebé a bordo. Faustino, de sólo 8 meses, fue parte de la tripulació­n que viajó en el Hércules. Fue a Río Gallegos, a visitar a su abuelo.
 ?? QUINTEROS ?? Despedida. Ariel López, en El Palomar, con su esposa e hijas.
QUINTEROS Despedida. Ariel López, en El Palomar, con su esposa e hijas.

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