Clarín

El arte de vivir como uno quiere

- Ricardo Roa

Hay personajes que cualquiera sea la síntesis que se quiera hacer de su vida, resultará incompleta y posiblemen­te injusta o, del otro lado, exagerada. Uno de esos casos es el de Douglas Tompkins, un bicho raro: hizo una fortuna y sobre todo una fortuna fabricando ropa y al llegar a los 50 plantó empresas y la vida de empresario multimillo­nario para dedicarse a la militancia ecologista y dedicarle mucha plata a la militancia ecologista.

Raro pero no tan raro: Tompkins había nacido en Ohio, el medio oeste norteameri­cano, y vivido un tiempo en Nueva York, pero la aventura de negocios fue en la California de los 60, que trataba a los hippies emprendedo- res y exitosos como rock stars: todos querían ser como ellos. Hippies de allá: ni demasiado hippies ni demasiado antisistem­a.

A Tompkins nada le gustaba más que esquiar y escalar, vivir en la naturaleza. Había empezado de chico y fue guía antes de los 20. Con The North Face, su compañía de ropa, capitalizó la veta montañista y capitalizó el negocio del montañismo. Inauguró el primer local en San Francisco, cerca de la playa y con música de Greatful Dead, una banda emblemátic­a entre los jóvenes como aquí los Redonditos que elogiaba la marihuana. Después lanzó otra marca, Sprit, con la que también hizo mucha plata.

En el 68 se vino con tres amigos a la Patagonia para subir al Fitz Roy. Uno de ellos, Yvon Chouinard, iba a fundar su propia marca, Patagonia, con logotipo del Fitz Roy y el compromiso de destinar el 10% de las utilidades a organizaci­ones defensoras del medio ambiente.

Más de 20 años después, Tompkins vendió los negocios y fue comprando miles de hectáreas en la Patagonia, mejor dicho cientos de miles. Pero no para convertirs­e en un terrate-

Douglas Tompkins, el multimillo­nario que vendió todo para hacer militancia ecologista

niente a lo Lázaro Báez, a la espera de que las represas se las inundaran y cobrar las indemnizac­iones. Las compró para donarlas y que se convirtier­an en parques nacionales.

En Chile, uno de los cinco a los que contribuyó a crear, lleva su nombre. Fue después de resistir fuego cruzado desde todo el espectro político y hasta un intento de militares de expulsarlo del país por afectar la seguridad nacional. La izquierda estaba alarmada por el hombre de negocios norteameri­cano que compraba tierras al por mayor y la derecha o una parte de la derecha lo acusó de intentar crear secretamen­te un enclave sionista.

Aquí no llegó a tanto aunque Luis D’Elía, secretario de Tierras de Kirchner, fue a campos de Tompkins en los Esteros del Iberá alicate en mano y anticipánd­ose al que el canciller Timerman usara en un avión militar de Estados Unidos. D’Elía decía que el Imperio quería quedarse con el agua del acuífero Guaraní y él lo impediría. Tompkins estaba en otra cosa: donó esas 130 mil hectáreas para crear un parque nacional.

Hubo otras críticas y otros críticos más serios por su fundamenta­lismo ecologista: cerraba tranqueras a cualquier proyecto económico en lugares donde no hay trabajo y esos proyectos son esenciales para crear trabajo.

En estos días se cumplen tres años de su muerte. Y tres años de una frase donde hablaba de la muerte: “Nada de temor. No pienso en eso. Pero últimament­e le presto más atención a mi reloj biológico. Tic tac tic tac”. El reloj biológico le decía que tenía 72 años. También podía estar anunciándo­le qué iba a pasarle: el kayak en el que iba por el sur de Chile se le dio vuelta. Quedó atrapado en esas aguas heladas durante una hora. Murió de hipotermia.

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