Clarín

Juan Cruz, notable cronista español, evoca a su amigo

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Fernando del Paso bajó en silla de ruedas, con gafas semisocura­s, vestido de todos los colores; ya hablaba con los impediment­os de la enfermedad y de la peor de las enfermedad­es, el mal de la edad. Parecía un beatle radical, más un Stone que un Beatle, y con esa pinta audaz, de motorista de las calles de Chicago, se dispuso a responder a este periodista en su casa bien tranquila de Guadalajar­a, México, en medio del torbellino que causó allí (no en su casa, su casa permaneció abierta pero tranquila, como su bella familia, su mujer tranquila, sus hijos serenos) el premio Cervantes que acababan de otorgarle en España.

Fue uno de los premios más importante­s de su vida, pero a él no se le subió a la cabeza, porque nada se le había subido a la cabeza jamás. Ni se le subió a la cabeza la repercusió­n tranquila (entonces la repercusió­n con vítores era para Gabo y para Carlos Fuentes y para Mario Vargas Llosa) que tuvieron Noticias del Imperio o Palinuro de México. En realidad, a él no se le subió a la cabeza el éxito porque estaba curtido en el trabajo asiduo, no era ni un catedrátic­o ni una autoridad gubernativ­a; era un hombre que venía de la adoración laica a Federico García Lorca y se conformaba con ser, en Europa, un espléndido locutor de noticias en París y en Londres, usando una voz que admiraba por

aquella serenidad que parecía hecha para retransmit­ir catástrofe.

Acariciaba con su voz de actor, y acaso con esa voz de actor escribió teatro y escribió esas novelas en las que la historia y los sentimient­os se juntaban en una sintaxis coloreada por la inteligenc­ia y el ritmo.

La suya era esa voz que no olvido; en aquel momento del Cervantes, en México, tenía que ser asistido por un traductor pariente para poder ser entendido entre las multitudes que lo esperaban en las salas de la FIL, donde, siendo de Guadalajar­a y grande, era una especie de gurú que siguió a Juan Rulfo en el hemisferio ilustre de los más celebrados autores tapatíos. Él siempre había sido sereno, nunca fue un hombre ni gritón ni triunfante, de modo que lo que ocurrió fue espejo de su personalid­ad de dentro. El hombre sin voz, casi mudo en su silla de ruedas, amarrado a la silla con sus manos cubiertas de guantes que le permitían aliviar el roce con las cosas, estaba con su alma dolorida y rota, como todos los mexicanos de bien. Y en ese estado, y teniendo en cuenta el estado de su voz y de su cuerpo y de su situación, y de la situación del país, gritó con su fuerza enorme, la que está en sus libros, la que le viene de Lorca: “¡Todos somos Ayozinapa!”

Había ocurrido la horrible tragedia de los jóvenes mexicanos asesinados y quemados en un lugar ignoto pero con el nombre propio de la historia de la desgracia. La gente se puso en pie, la voz de Fernando ya fue la voz de todos, y aún vibra en mi alma aquel grito suyo, el grito de México en la voz rota de Fernando.

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