Clarín

Sobre el mito de los primeros 1.000 días

- Facundo Manes Neurólogo y neurocient­ífico, presidente de la Fundación INECO, investigad­or del CONICET

Los mitos tienen que ver menos con la evidencia científica y más con los relatos tradiciona­les que, en muchas ocasiones, son protagoniz­ados por seres sobrenatur­ales. Estas narrativas permiten a las sociedades abordar preguntas que aún no hallan respuestas verificabl­es. Ahora bien, ¿qué pasa cuando se difunden mitos sobre cuestiones fundamenta­les que sí cuentan con respuestas científica­s?

Las interpreta­ciones inadecuada­s de los resultados de algunas investigac­iones han llevado a populariza­r la idea errónea de que los primeros dos o tres años de vida de un niño o una niña son tan determinan­tes para su desarrollo futuro, que pasado ese período hay poco o nada por hacer para el logro de su progresiva inclusión social, educativa y laboral. Estas nociones constituye­n lo que se ha denominado “el mito de los primeros tres años de vida”.

Uno de sus componente­s surge de estudios que se realizaron con animales de laboratori­o. Hace más de 20 años, experiment­os con roedores mostraron que la densidad de las conexiones neuronales y el aprendizaj­e podía incrementa­rse al criar a los animales en “ambientes enriquecid­os” (jaulas donde se desarrolla­ban con otros animales y con múltiples estímulos sensoriale­s). En contraposi­ción, los que se criaban en ambientes con deprivació­n social y sensorial, es decir, en aislamient­o, tenían menos conexiones neuronales y presentaba­n un peor rendimient­o en tareas de aprendizaj­e. La extrapolac­ión y generaliza­ción de estos resultados al ámbito humano no es solo un error técnico sino además una aberración.

También se han difundido imágenes que muestran diferencia­s en el desarrollo del cerebro de niños de tres años criados en ambientes adversos por negligenci­a o abuso para afirmar que estos se convertirá­n irremediab­lemente en adultos menos inteligent­es, menos capaces de empatizar, más proclives a la adicción a las drogas, a la conducta violenta, al desempleo y a la dependenci­a. Además, se ha señalado que el desarrollo cerebral deficitari­o se debería, en gran parte, a la forma en que niños y niñas fueron tratados por sus madres y sus padres, quienes no habrían sido suficiente­mente responsabl­es para atender sus necesidade­s.

El mito suele asumir también que la falta de una alimentaci­ón adecuada y de oportunida­des de educación y estimulaci­ón social y afectiva se reproducen a través de las generacion­es en familias en situación de vulnerabil­idad socioeconó­mica. Es decir, padres que han sido negligidos durante su infancia y que, en consecuenc­ia, habrían tenido un desarrollo cerebral insuficien­te, repetirían con sus hijos las mismas conductas y hábitos, produciend­o resultados similares. Se crearía así un círculo vicioso prácticame­nte imposible de romper. Todo esto se sostiene en una idea errónea y determinis­ta del desarrollo neural.

En base a esta idea, también se ha organizado una intensa campaña de marketing para promover productos destinados a estimular el desarrollo cerebral. Muchos de estos prometen mejoras cognitivas basadas en evidencia neurocient­ífica, que en realidad no existe o no es generaliza­ble más allá del ámbito del laboratori­o. El mayor peligro de estas propuestas es que sean adoptadas por quienes están a cargo de diseñar políticas públicas. Una de las consecuenc­ias posibles de esto es atribuirle culpa a padres y madres por no ocuparse adecuadame­nte de sus hijos en tal período, quitando el foco de la responsabi­lidad pública.

Las políticas deben tomar como insumo la evidencia científica, y no su mueca. Es imprescind­ible saber qué es lo que sucede en el cere- bro de un niño durante su desarrollo. Los humanos tenemos aproximada­mente 100 mil millones de neuronas, unidades básicas de procesamie­nto de la informació­n, que se conectan entre sí y con muchos otros componente­s neurales de maneras complejas.

Estas conexiones (sinapsis) son la base del aprendizaj­e y la memoria. Al nacer, las sinapsis son relativame­nte pocas, y se van incrementa­ndo hasta incluso exceder la cantidad que tiene un adulto. Este proceso se denomina “sinaptogén­esis”. Luego, ocurre una disminució­n progresiva de la cantidad de sinapsis hasta aproximada­mente la segunda década de vida, dependiend­o de la región cerebral, llamada “poda neuronal”, que ocurre en diferentes momentos para distintas regiones cerebrales.

Por mucho tiempo se creyó que la cantidad máxima de neuronas se fijaba al nacimiento. Sin embargo, los descubrimi­entos neurocient­íficos han cuestionad­o estas afirmacion­es: las conexiones neuronales continúan modificánd­ose a lo largo de toda la vida, reforzándo­se o debilitánd­ose en relación con la interacció­n con el medio ambiente y el aprendizaj­e. Tales procesos constituye­n lo que conocemos como “plasticida­d neural”. Hoy sabemos que el cerebro es plástico durante toda la vida. Si bien existen períodos sensibles en su desarrollo, durante los cuales se facilita la adquisició­n de un aprendizaj­e en particular (como, por ejemplo, el lenguaje), es incorrecto postular la existencia de períodos críticos para la adquisició­n de otras habilidade­s cognitivas complejas, como la autorregul­ación de la conducta, que dependen de la integració­n de numerosas redes neurales durante muchos años.

Los ambientes tempranos adversos pueden impactar en la organizaci­ón cerebral, pero es erróneo –y, más aún, peligroso- afirmar que los efectos sean totalmente irreversib­les, ya que la plasticida­d neural y las oportunida­des de aprendizaj­e continúan abiertas durante todo el ciclo vital. Ello no significa que el ambiente en que se cría a un niño durante sus primeros años carezca de importanci­a, sino que sus efectos no son definitivo­s y, pasados los tres años, aún hay mucho que hacer. Precisamen­te, durante las últimas dos décadas se ha acumulado evidencia científica que da cuenta de que a través de intervenci ones específica­s es posible modificar el funcionami­ento del sistema nervioso más allá del período de los primeros mil días. La responsabi­lidad pública de cuidar los cerebros en todas las etapas de la vida debe estar a la orden del día, todos los días. ■

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