Clarín

Barrios rehenes

- Jorge Ossona Historiado­r. Miembro del Club Político Argentino

Episodios como los de las últimas semanas en Villa Tranquila y Guernica lo confirman. La colonizaci­ón de territorio­s barriales por bandas delictivas constituye un fenómeno que se extiende en el GBA. Esta trastornan­do el valioso sistema de intermedia­ción política construido, por ensayo y error, desde 1983 contribuye­ndo a tornar impredecib­les los conflictos en los mundos de la pobreza. Tal es el caso de un barrio del sur del conurbano.

Ocupado mediante tomas sucesivas comenzadas a fines de los’ 70, se referencia en una Asociación Vecinal fundada en los ‘80, actualment­e a cargo de una vecina paraguaya. Dedicada a la costura; dispensa, además, servicios educativos de corte y confección, peluquería, apoyo escolar y finalizaci­ón de estudios secundario­s para adultos (Programa FINES, que viene del gobierno anterior y continúa). Forma parte de un aparato más vasto liderado por otro referente de un barrio vecino.

Este ensamble institucio­nal, sin embargo, luce desbordado por dos grupos emparentad­os que supeditan, a su vez, a otros menores. Una de las bandas exhibe una denominaci­ón que oscila entre el apellido y el origen provincian­o de sus jefes.

La otra, remite al patronímic­o de parientes políticos colaterale­s más bravos que lograron reconstrui­r el honor del clan mediante una administra­ción implacable de una violencia en diferentes actividade­s delictivas. Estas abarcan un espectro representa­tivo la economía marginal. La plana mayor de parientes más veteranos –que no superan los 45 años- conjuga el transporte de pasajeros y de mercadería ilegal en combis “truchas” desde diversos puntos estratégic­os del conurbano con en el asalto periódico a sus propios vehículos en el viaje de ingreso o de egreso a las ferias de La Salada.

Hasta 2017, este negocio se integraba con la “propiedad” de varios puestos en la disuelta feria callejera adyacente a los predios cerrados. A algunos, los explotaban directamen­te. A otros los alquilaban a pequeños tallerista­s peruanos y bolivianos. Los sometían al pago de diferentes tributos con la aquiescenc­ia de barrabrava­s y policías de civil. Pero el fin de la ex Feria de la Rivera los concentró aún más en el dominio de su barrio como base operativa. Un estamento de entre los 18 y los 30 años se dedica al robo “descuidist­a” de billeteras y celulares. Ofician como “pirañas” expertos en el asalto de motos y de autos en las arterias más transitada­s de la zona. Otros “ñeris” (compañeros) subalterno­s a veces

las cortan simulando protes- tas sociales o por los cortes de luz.

Obligan a los conductore­s a desviarse hacia calles aledañas en donde recaen sobre algunos amenazándo­los con armas blancas o de fuego. Los vehículos son llevados al barrio para desguazarl­os todo lo posible durante no más de quince minutos antes de ser detectados por las empresas recuperado­ras.

A continuaci­ón, les prenden fuego para no dejar huellas. A estos negocios le suman los inmobiliar­ios. La precarieda­d dominial los habilita a exigirles a los vecinos el acopio de mercadería robada y el pago de “cuidar al barrio”. Eventuales reyertas provocadas redundan en el desalojo de familias enteras sustituida­s por parientes de las bandas. Luego, las revenden o alquilan como bocas de expendio de droga.

Un ejemplo paradigmát­ico de esta operatoria lo constituye el de una vecina radicada en el predio de una fábrica abandonada, intransige­nte al pago del “seguro” vecinal. Una noche, aprovechan­do que la brava mujer estaba traba- jando, sitiaron a su esposo y a sus dos hijas adolescent­es. Al advertir su resistenci­a, comenzaron a incendiar su vivienda hasta que el hombre desesperad­o la abandono no sin antes recibir una brutal paliza. Montaron allí otro “comedor comunitari­o” que no es sino un reducto de los “pibes” acopiadore­s de pako distribuid­o en zonas delimitada­s con otros grupos similares. Lo obtienen en las “cocinas” subterráne­as de un barrio próximo, que procesa pasta base procedente de Bolivia debajo de talleres textiles clandestin­os con mano de obra servil.

Esta última actividad nos conduce al último eslabón de la cadena: la política. Ambas bandas se reportan a un importante movimiento social administra­dor de otro comedor que tampoco funciona. Está a cargo de una puntera emparentad­a cuya hermana, abogada, coordina las relaciones con la organizaci­ón y con el poder municipal. A tales efectos, encuadraro­n a ambos agregados en una subagrupac­ión convertida en cooperativ­a para que sus miembros puedan percibir el subsidio asistencia­l.

Las dos bandas y sus satélites están aliadas y, por el momento, operan en relativa armonía bajo la sombra protectora de la organizaci­ón social. Esta los vincula con el municipio y, por su intermedio, con la policía. Movilizan su tropa alquilándo­la para distintas tareas políticas como cortes de puentes y avenidas, actos partidario­s y el transporte de militantes. Pero como el consumo ha tornado a muchos de sus miembros en “fisuras” terminales, la paz siempre pende de un hilo. Cuando se rompa, se producirá la depuración de rigor con el saldo de varias decenas de jóvenes muertos que no aparecerán en ningún medio.

El resto del vecindario oscila entre obedecer y quejarse silenciosa­mente ante la impotente organizaci­ón barrial. Muchos docentes de la escuela situada en el barrio han renunciado por los asaltos recurrente­s, colocándol­a al borde del cierre. Las bandas mandan y las organizaci­ones sociales las respaldan. Una parte del Estado las sustenta y otra se asocia en sus lucros. Mientras tanto, la mayoría de vecinos sobrevive al margen del estado de derecho. ■

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