Clarín

La mala suerte

- Rolando Barbano rbarbano@clarin.com

Había resuelto declararse culpable. Aceptar una condena menor y cerrar de una vez ese tema que ya la había mandado seis meses a la cárcel. Él la había golpeado hasta desmayarla. La había engañado, la había humillado y le había pegado otra vez.

Y ella lo había matado.

Estaba dispuesta a pagar algo por eso. Pero la Justicia tenía otros planes.

Lo más íntimo de esta historia sólo Ayelén Micaela Roldán puede contarlo, ya que no hay más testigos. Su hija mayor era demasiado chica para contar lo que vio, aunque lo vio todo. Su hijo menor aún estaba en su panza cuando la sangre se derramó y algún día quizás pueda contar lo que significa nacer en la cárcel, ser un bebé preso.

Y él está muerto.

Al principio sólo parecía tratarse de algo sincero y profundo. “Era una relación tranquila, amorosa y buena”, diría Ayelén, años más tarde. A Alejandro Gabriel Brizuela lo había conocido cinco años antes del final, que fue en 2016, pero recién el 9 de septiembre de 2012 se pusieron de novios. Ella tenía 16 y él, 17.

“Había una discusión cada dos por tres por celos, pero nunca con agresión”, explicaría ella.

La relación avanzó tanto que decidieron construir una casa detrás de la de la mamá de Ayelén, en Empalme Lobos. Su sueño era tener un hijo. “Ser papás”, suspiraría ella.

Llevaban dos años de noviazgo cuando Ayelén quedó embarazada. Al poco tiempo, supo que iba a ser una nena. Pero Alejandro no reaccionó bien. Al contrario, empezó a tratar mal a Ayelén, a criticarla por cualquier cosa y a celoso. Sobre todo a partir del nacimiento de su hija.

Puérpera, con apenas 18 años y una recién nacida en brazos, Ayelén huyó de los malos tratos rumbo a lo de su papá, en Roque Pérez. Buscaba un poco de paz, pero sólo se encontró con un Alejandro que la siguió, la llenó de promesas y palabras lindas para convencerl­a de que volviera. Dubitativa, pero guiada por la sensación de que era importante que su hija tuviera un padre, a los dos meses ella regresó.

La dulzura del trato se acabó apenas cruzó la puerta. Ayelén lo soportó como pudo, pero pasados ya tres meses empezó a sospechar que había algo más. Un día dejó de reprimir sus impulsos y revisó el celular de Alejandro, sólo para descubrir lo peor: tenía mensajes cruzados con la hija de su empleador.

- ¿Por qué me mentiste? ¿Por qué me engañaste?, le gritó, según recordaría.

-A ver, decime qué te enteraste, le contestó él. Y ella se lo dijo. Le contó que había visto los mensajes que tenía, las pruebas del engaño. Él le gritó que era mentira, que lo que había visto era el Facebook de su patrón, que le había usado el celular, que estaba confundida...

-Esto se terminó, subió ella la voz, mientras le mostraba el teléfono, prueba de sus mentiras.

Y ahí la violencia se hizo física. Ayelén jura que Alejandro le arrancó el celular, le pegó con el aparato, la tomó de la cabeza y la golpeó hasta que apareció su mamá y lo echó.

La relación continuó a la distancia, sostenida sola por la hija que compartían. Alejandro se acercaba a la casa para visitar a la nena o pasarle plata, parte de su sueldo en la Fundición Lobos, pero todo solía terminar en peleas, muebles rotos y discusione­s donde él la celaba y ella le res- pondía que la había engañado.

Cuando la nena estaba por cumplir un año decidieron volver. Querían bautizarla, festejar el primer cumpleaños y ser una familia.

“Fueron meses donde la relación era normal, pero luego empezó a tener celos, diciéndome que yo me acostaba con otro macho, que era una puta, mientras me tenía encerrada en la casa. Él se iba a trabajar y cerraba con llave, yo no podía salir de mi casa y no podía pedir ayuda”, le contaría Ayelén a la Justicia.

Así era siempre. Cada vez que discutían, Alejandro cerraba las persianas para que nadie los escuchara. Y cada vez era peor.

“Después de la discusión que tuvimos por el engaño, empezamos a pelear fuerte. Hubo un día en que, como me había agarrado un shock de llanto y la nena lloraba, él agarró una jarra con agua fría y me mojó toda”.

Era 2015 ya. La nena tenía un año y meses. “Entonces él agarró una cuchilla y me dijo: ‘Si vos me dejás yo me mato’. No le contesté porque estaba shockeada, yo ya le tenía miedo.Lo único que se me ocurrió fue agarrar a la nena y salir”.

Ayelén corrió con su beba en brazos. Llegó hasta el kiosco de una vecina, que se horrorizó al verla, mojada y golpeada. La mujer llamó a la Policía y la llevaron al hospital, donde la alentaron a hacer la denuncia.

Alejandro desapareci­ó durante un tiempo. Pero la casa tenía una ventana imposible de trabar y no había nada que asegurara que él no volvería sin aviso. Al fin regresó, para gritarle desde la calle todo tipo de insultos.

Pasaron los meses y Ayelén trabó relación con otro hombre, Emmanuel. Quizás sospechánd­olo, Alejandro se metió de nuevo en su casa y ahí recibió la noticia.

“Yo le conté y él me dijo que yo era de él y de nadie más. Me empujó y caí entre la cama y una mesita. La nena veía todo desde arriba de la cama. Estuve cinco minutos desmayada”, relataría Ayelén. “Mi hija estaba en un shock de llanto, así que le dije que si de verdad la amaba que se fuera. Él me contestó que no, que él tam- bién me amaba a mí y yo era la mujer de él”.

La joven jura que entonces Alejandro golpeó a su hija y amenazó con prenderla fuego dándole con un encendedor a un mantel de plástico. Como pudo, ella se metió detrás del ropero y llamó a la Policía. El móvil nunca apareció.

Alejandro se fue, pero regresó. “¿Vas a volver conmigo?”, la apuró. Su negativa hizo que él abollara una pava a golpes, tomara una pinza y se golpeara en la cabeza, mientras le decía que iba a tirarse abajo de uno de esos trenes que pasaban a media cuadra. O algo aún peor.

Ayelén escapó. Se fue a vivir con la nena a la casa de la madre de Emmanuel. Pero ni ahí Alejandro los dejaba, así que tres meses más tarde la flamante pareja y la nena regresaron a lo de la joven.

Y hubo más violencia. “Se vivía metiendo en la casa, siempre con la excusa de que iba a ver a la nena. Yo ya me había cansado de llamar a la Policía y Emmanuel nunca dijo nada, nunca se metió”, contaría la joven.

Y Ayelén quedó embarazada. Y su nueva pareja naufragó. Emmanuel se marchó, mientras Alejandro reaparecía con un argumento para conmoverla: que su papá, al que ella quería casi como al propio, estaba muy enfermo.

La convivenci­a se reanudó. Pasaron unas semanas y el padre de Alejandro murió, lo cual lo desequilib­ró. La violencia volvió a ellos.

“Mi hija me señalaba las sillas que él rompía y me decía: ‘Papi, papi’. Yo la abrazaba”.

La casa se transformó en un territorio fatal. “Ahí empezó a empeorar. Él me gritaba, yo le gritaba. Él me enfrentaba, yo lo enfrentaba. Él me pegaba, yo le pegaba”, recordaría. “Las dis- cusiones eran por cualquier cosa, ni él sabía por qué descutía. Luego lloraba y venía y me pedía perdón... Y yo siempre lo perdoné”.

Quince días antes del que sería el último para él, Alejandro se fue de la casa. Y dejó a Ayelén como siempre, llorando.

Ninguno lo soportó. Dos días antes del final, él regreso. Tenía planes y la alegría de una moto, que fue a retirar para mostrarle.

Era el 9 de diciembre de 2016. Alejandro apareció a las ocho de la noche casa con sus dos ruedas flamantes para invitar a Ayelén y a la nena a dar una vuelta. Todo salió mal: arrancaron y la chiquita se resbaló al suelo.

Ayelén se indignó. Vio que su hija se había raspado y lo insultó. Él le respondió que no era nada, que no le gritara, pero no la calmó. La violencia entró en velocidad final.

-Andate a la mierda y no vengas nunca más, gritó ella. Giró y abrió la puerta de su casa para entrar, cuando sintió que él se le acercaba por detrás hecho una furia y la empujaba.

“En la mesada había un bowl, un tupper y dos cuchillas. Cuando él me empuja, yo pensando que íbamos a terminar mal, agarro la chuchilla con la mano derecha... La agarré del mango para asustarlo”, afirmaría Ayelén, intentando graficar cómo había girado hacia él en el momento en el que le caía encima.

“En ningún momento sentí que le clavé una cuchilla. Me di vuelta y él estaba ahí”.

Alejandro caminó hacia la calle y cayó en la vereda, boca arriba, con el torso desnudo. La sangre que salía de su axila izquierda formó un charco a su alrededor. Ayelén se le tiró encima y trató de cubrir con una remera el tajo de ocho centímetro­s que le había hecho.

“Ella le pedía perdón, que lo disculpara. Alejandro le decía que estaba bien, que la perdonaba, que no era nada”, relataría un vecino.

Llegó la ambulancia y se lo llevó a Alejandro. Llegó la Policía y se la llevó a Ayelén.

La noticia de la muerte de Alejandro cayó sobre Ayelén acompañada por el clic de las esposas sobre sus muñecas. Él tenía 21 años. Ella, 20. Y un embarazo de cinco meses.

“Me salió mal”, le balbuceó a la Policía. “Pensé que él se iba a asustar y no que iba a pasar lo que pasó”, agregó. “Tuve muy mala suerte”.

Ayelén fue a parar a una comisaría. La procesaron por homicidio calificado, delito que sólo se castiga con perpetua, pese a que Alejandro les había dicho a los médicos que la puñalada había sido “un accidente doméstico”.

Embarazada, la enviaron al penal de Los Hornos, donde en febrero de 2017 empezó con trabajos de parto de forma prematura. Esposada, la llevaron al hospital, donde parió a un nene atada por una pierna a la cama.

El chiquito nació con complicaci­ones y tuvieron que quedarse un mes internados. Cuando regresaron juntos a la cárcel, a ella le habían robado todas sus cosas.

“La Justicia me dejó sola”, le dijo a un sitio de noticias local, ADN Lobos.

En junio de 2017, tras 187 días presa, Ayelén fue liberada. Llegó el juicio y le ofrecieron un acuerdo: una condena a 3 años en suspenso si se declaraba culpable de homicidio por exceso en la legítima defensa. Aceptó y el trato fue elevado a un tribunal para que lo homologara. La respuesta fue negativa.

“Ayelén era víctima de violencia de género”, escribió el juez Ramiro Fernández Lorenzo. “Estamos ante un caso de legítima defensa propia y de terceros: el feto que llevaba en su vientre”, agregó. “Ayelén pudo tomar una cuchilla y pronostica­ndo el inicio de una agresión más violenta, se la clavó en el hombro izquierdo para proteger su persona y al bebé que llevaba adentro”, señaló. “Su comportami­ento se encuentra justificad­o”.

Y absolvió a Ayelén para siempre. ■

Una mujer embarazada mató de una puñalada a su pareja. Estuvo presa seis meses y ahora la Justicia la absolvió.

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EL INTRANSIGE­NTE Otros tiempos. Alejandro Brizuela y su pareja, Ayelén Micaela Roldán.
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