El perfume que embriaga y evoca
Fue poner un pie en el negocio, trasponer apenas la puerta y sucumbir al encanto de esa fragancia. Pero era algo más que deleite lo que decodificaba el olfato. Quizás, incluso, más allá de lo decididamente agradable de ese perfume lo más poderoso era la evocación que generaba. Había algo familiar flotando en el aire. La nariz lo detectó antes que la memoria y el corazón. En unos segundos llegó la respuesta: era el exacto aroma de unas perlas ovaladas que usaba mi tía para sus baños de inmersión. Las recuerdo, perfectas en su forma, como si las estuviera viendo ahora mismo, a pesar de que era entonces una nena que se divertía jugando, en cada visita, con esa suerte de cuentas mágicas de distintos colores, rojo sangre, verde esmeralda, amarillo ámbar. Puedo verlas todavía, perfectamente acomodadas en una caja redonda de cristal tallado. Destaparla y dejarse invadir por la embriaguez de aromas que escapa- ban del cofre mágico era todo uno. Nunca las vi en acción, esto es, no observé cuál era el efecto que producían deshaciéndose en el agua, sus colores diluidos tiñéndolo todo. Puedo sin embargo, imaginarlo: como una suerte de ábrete sésamo, las perlas desparramando toda su magia y llenando el aire con esa fragancia inolvidable.
El olfato es, de todos los sentidos, el que mayor poder de evocación provoca, de acuerdo con las explicaciones de los entendidos en la materia. Y parece que no sólo eso. Según sostiene Patrick Suskind en su novela “El perfume”, hay en él “una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad”. Habrá que darle la razón.