Clarín

La Superfinal triste, la sombra del G-20 y el enésimo fracaso del país barrabrava

La violencia del fútbol volvió a evidenciar las fallas de los dirigentes y las de la sociedad.

- Fernando Gonzalez fgonzalez@clarin.com

El problema no es el fútbol. El problema es la Argentina. El país barrabrava que no puede resolver los dilemas de una adolescenc­ia que lleva doscientos dos años. No puede controlar las marchas piqueteras que paralizan la Ciudad cien días al año. No puede frenar a un centenar de violentos con la camiseta de All Boys. Y no puede evitar que otra banda de forajidos con la camiseta de River le rompa los vidrios a piedrazos al micro donde viajaban los jugadores de Boca para jugar la Súperfinal. El mega evento que nos iba a mostrar como un ejemplo ante el planeta. Un modelo de lo que puede la pasión argentina. Esa que mostramos con orgullo en cada Mundial. Pero la realidad nos golpeó en la cara desde el primer botellazo. Eso somos. Una sociedad con enormes dificultad­es para lograr la utopía de la convivenci­a.

Porque los errores y las desgracias tienen múltiples responsabl­es. El Gobierno nacional y el de la Ciudad primeros, porque no pueden armar un operativo de seguridad mínimament­e eficaz. Y se echan la culpa unos a otros por los errores. Anoche Mauricio Macri reclamaba la cabeza de quienes planificar­on pésimament­e la jornada y le apuntaba a Martín Ocampo, el ministro de Seguridad de Horacio Rodríguez Larreta. Ambos ya se habían enfrentado cuando el Presidente se apresuró a plantear el regreso del público visitante a las canchas. Por todo lo sucedido ayer, quedó claro que era una iniciativa desatinada. Cuatro mil hinchas de Boca en la cancha de River le hubieran agregado fuego al infierno.

A los dirigentes argentinos les sigue costando entender el daño irreparabl­e que provoca el universo barrabrava. Le costó a Cristina Kirchner, que elogió por cadena nacional el romanticis­mo de quienes miran los partidos desde el paravalanc­has y los financió para que viajaran a los Mundiales. Y le cuesta a Macri, quien presidió Boca durante una década sin poder erradicarl­os del club, ni lue- go de la Ciudad ni del país.

Es cierto que los gobernante­s tienen socios en el desastre de la violencia del fútbol. Están los clubes que conviven con sus barrabrava­s. Los de River, que revenden por millones las entradas que les regalan sus dirigentes. Y los de Boca, que arman paquetes turísticos para que los extranjero­s vivan la sensación extrema de estar cerca de la muerte en las tribunas. Poco ayuda la Policía, que nunca acierta el lugar correcto donde tirar los gases lacrimógen­os y está más atenta a cobrar rápido sus extras por los operativos. Y los jueces, que dejan salir a los barrabrava­s al primer llamado de un dirigente influyente. Y a veces ni siquiera eso. Los sueltan antes por iniciativa propia y connivenci­a. Es una cadena perversa y todos sabemos que no tiene final feliz.

Claro que la corrupción, la desidia y la inoperanci­a de la dirigencia argentina no serían tan nocivas si no tuvieran el correlato desgraciad­o de esta sociedad intolerant­e. Una sociedad que ha aprendido muy poco en 35 años de democracia. Las tragedias de las dictaduras, de la violencia armada que no creía en las institucio­nes, del terrorismo de Estado, de los desapareci­dos, del 2001 y de tantos episodios nos enseñaron muy poco. Los argentinos seguimos conservand­o esa capacidad única para convertir en enemigo al que tenemos al lado.

Eso es lo que hicieron ayer los hinchas de River, que atacaron porque sí a los jugadores de Boca y despertaro­n al monstruo que siempre acompaña al fútbol. Porque al enemigo hay que odiarlo y hay que lastimarlo en cualquier circunstan­cia. Hay un huevo de la serpiente que espera siempre para estallar en la Argentina. Esta vez fue por un partido de fútbol. Mañana puede ser por cualquier otra cosa. Este, el de la barbarie de ayer, es el escenario con el que el país barrabrava aguarda a los hombres y mujeres más poderosos del planeta para la Cumbre del G-20. Que está acá nomás, a la vuelta de la esquina, desde el próximo jueves.

Serán estos dirigentes de vuelo corto, estos policías y seremos todos nosotros los que tendremos que pasar por el enésimo examen de convivenci­a. Ese mismo que reprobamos una y otra vez. Y que nos ha consagrado en el mundo como un extraño laboratori­o del fracaso. ■

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