Lo que ocurrió en el Monumental es un golpe a la candidatura del 2030
El argentino es un fútbol viciado por las barras, los intereses políticos y las decisiones erróneas.
El fútbol argentino está enfermo de gravedad. Y no encuentra el médico que pueda salvarlo. Suspender la final del torneo más importante del continente solo puede ocurrir en la Argentina. Por incapacidad, por ineptitud, por ineficiencia, por complicidades.
No es un mal reciente. Hay antecedentes a raudales en los últimos tiempos, con los colores de camisetas que quieran ponerle. El mensaje que deja esta “final del mundo” como la definió el presidente de la pelota, Gianni Infantino, presente y actor principal en la “resolución del conflicto”, es que los violentos son los dueños del fútbol argentino. Y que no están solos. Cuentan con la ayuda y connivencia de policías, políticos y dirigentes. Y asi será muy dificil combatirlos, si to- dos juntos son los se sientan a la misma mesa en busca de negocios (unos) y miserias (otros).
El desenlace, inesperado, de esta pomposamente llamada Superfinal deja un solo adjetivo calficativo: vergüenza. La que no tienen algunos actores. La que se vivió en las afueras y en las entrañas del Monumental. Las caras de asombro de los periodistas europeos, incrédulos de esta realidad argentina, fueron la postal de la impotencia para tratar de explicarles lo que no tiene explicación.
Lo único decente que deja esta Superfinal es la actitud del técnico de River, quien vivió en carne propia hace tres años en la Bombonera, cómo es estar del lado del mostrador de los que sufren la violencia en el fútbol criollo. Después, ocurrió más de lo mismo. Una Copa no vale una vida. Ni tampoco el daño que pueda hacérsele a esa vida. El negocio nunca puede estar por encima del raciocinio de aquellos que pretenden un fútbol limpio, sin contaminaciones, donde gane el mejor. Sin aprietes, sin ataques, sin barras asesinos y sin policías y/o políticos cómplices. En Núñez, en Floresta o donde fuere...
Lo otro que queda en evidencia es que el poder político no puede garantizar la vida de nadie. Ni de sus ciudadanos. Ni de los jugadores de fútbol. Ni de los que visitan la Argentina. Y hay una cumbre mundial en pocos días, la del G20, donde anuncian operativos de “seguridad” monstruosos para custodiar a los líderes políticos que vendrán al país. Pobre país...
No puede soslayarse que el propio presidente de la Nación, Mauricio Macri, quería que este partido se jugase con hinchas visitantes. Ni imagi- nar lo que hubiese ocurrido si esa “idea brillante” se ponía en marcha.
También los dirigentes del fútbol nacional quedaron expuestos, sean de River o de Boca. Quieren organizar un Mundial en 2030 (con Uruguay y Paraguay) y no pueden organizar ni un campeonato de bolitas.
Ahora vendrán investigaciones a fondo, teorías conspirativas, venganzas anónimas. Toda sanata. La única verdad es la realidad: no pudieron garantizar la seguridad del plantel de Boca, como hace tres años no se garantizó la del plantel de River. Por eso, acá nadie puede tirar la primera piedra. Están todos manchados porque nadie hace nada para combatir el verdadero “cáncer” que son las barras. Ni los políticos, ni los policías, ni los dirigentes. Y así esta es la historia de nunca acabar.
Lo que ocurrió en el Monumental es un capítulo más de una historia conocida. Que se agrega a lo que pasó en la cancha de All Boys la semana pasada. O lo que pasará mañana en cualquier cancha de la Argentina. Se repite: la violencia no tiene colores. Solo negocios, miserias y complicidades. ■
El episodio del gas pimienta fue un alerta grave. Nada mejoró en el fútbol local.