“Me lava y me enjuaga, y sabe poner stop a mi máquina interior”
Mi lavarropas se cansó, quizás tenga alma. A lo mejor un ser superior, el dios de la blancura, le dé ánimo para seguir removiendo manchas que luego vuelven a aparecer en distintos lugares de la prenda; la mismísima prenda que urge ser domesticada y blanqueada. A veces hasta me pregunto si el hombre primitivo y peludo no vivía mejor. Habrá que ver...
El que lo reparó dijo que era el aro y la manija que aprieta e indica el momento de empezar a lavar. Se ve que esta fiera (el artefacto del que hablo) además posee inteligencia robótica. En el manual no decía que venía con alma e inteligencia, para eso estamos los humanos, que vivimos sin poder limpiar ni una pizca de nuestro espíritu, ni siquiera centrifugamos las penas ni desagotamos lo que aflige, molesta y apesta. Una vez que la puerta con aro cerró, noté que mis expectativas para seguir “maquinando” también habían caducado.
Necesité hacer una pausa y reiniciar todos los aparatos de la casa. Como seguía intranquila observé que mi amigo lavarropas me llamaba: “Che, che, ya estoy joya, impecable, tengo hambre de tela blanca”. No había nada para calmar sus ansias centrifugadoras de penas y culpas. Todas las sábanas y toallas estaban de vacaciones en un local que todo blanquea, menos esta sensación inclemente de saberlo todo controlado, arreglado y ordenado.
Lo hice funcionar con agua, me senté a su lado para hacerle compañía (la merece por sus años de fidelidad y comprensión). Escuché cómo el agua bendita hacía sonar una orquesta de olas capturadas en un tambor vertical. Por escasos diez minutos le di pausa a mi máquina interior, cerré los ojos, respiré hondo... Resolví practicar este proceso más a menudo: me lava, me enjuaga, me autoprograma, marca error 1-2-3-4... Sabe poner Stop. Roberta Garibotti robertagaribotti@hotmail.com