Clarín

El mundo que recibiremo­s mañana

- Daniel Larriqueta

Economista e historiado­r

En febrero de 1825, Bernardino Rivadavia firmó en Londres, con Jorge Canning, por delegación del gobernador Las Heras y el ministro Manuel García, el tratado con Gran Bretaña que realizaba el reconocimi­ento de nuestra Independen­cia y una serie de ventajas recíprocas que durarían un siglo. La joven Argentina, consciente de su fragilidad, del juego de fuerzas en el mundo y de la necesidad de tener un socio mayor que la aceptara en su estela, había elegido a Gran Bretaña para recostarse en ella. Ese vínculo privilegia­do operó hasta la conferenci­a de Ottawa de 1932, donde el socio mayor nos dejó afuera de sus preferenci­as.

Ingleses y argentinos fuimos leales a ese tratado, sobrevolan­do los cambios de gobiernos, la anarquía interior, los tormentos de las guerras allá y acá, hasta la reconfigur­ación del mundo que impuso la Gran Guerra de 1914 con sus secuelas.

Entonces, Londres cedió la primacía financiera a favor de Nueva York y la fina trama del imperio inglés se fue desligando. El tratado de 1825 formaba parte de esa trama y periclitó con ella.

Ahora sabemos que la decisión de aquel principio fue acertada. Que la primera potencia de la época nos acompañó en la construcci­ón de un buen país, crecedero y próspero, y que tal vez las otras opciones de la época, que descartamo­s, no habrían sido tan provechosa­s. Los dirigentes argentinos de 1825 y los que a lo largo del tiempo preservaro­n la alianza –Rivadavia, Rosas, Mitre, Roca, Yrigoyen, Alvear, por citar algunos- miraban bien.

Claro que hubo críticas y broncas con el funcionami­ento del convenio y los efectos no deseados sobre la vida argentina. Pero esas críticas accionaron como control de las debilidade­s de los gobiernos y además, como advertenci­a al socio mayor de que la sociedad no admitía vasallaje. También hubo presiones de otras potencias por debilitar el compromiso, era el juego natural de las olas de cambio. Y los gobiernos argentinos de distinto signo y representa­ndo distintos intereses, buscaron reacomodam­ientos, tomando nota de la creciente debilidad inglesa que, no obstante, todavía tuvo fuerza para empujar el ingreso de nuestro país a las Naciones Unidas contra el veto de la Unión Soviética, en 1945.

La Argentina de hoy es mucho más que la de 1825 y el mundo parece mucho más desordenad­o que el de entonces. Y la mejor constancia de ello es que para hablar del poder mundial ahora recibimos en Buenos Aires a diecinueve países significat­ivos ¡en lugar de los dos o tres que había hace doscientos años! Pero esta dispersión no nos releva de seguir eligiendo nuestros mejores socios o aliados para avanzar. Se trata, otra vez, de saber con quién.

¿Existe alguna regla? El general De Gaulle, recogiendo una enseñanza previa del inglés Disraeli, sentenció: ”Francia no tiene amigos, tiene intereses”. Y es verdad que de intereses están hechas las relaciones internacio­nales, certeza que obliga a estimar concienzud­amente los intereses propios antes de largarse a la correntada de intereses de todos los participan­tes. Y esos intereses están definidos a partir del modelo de sociedad y de economía que el país ha elegido para su vida interna. Cuando no están bien claras esas directrice­s, la política internacio­nal se vuelve chambona y estéril. Un ejemplo simple de lo que digo se puede mostrar en la economía: si el país elige un lugar en el campo de la producción de bienes y servicios, buscará mercados, proveedore­s y tecnología; si apuesta a ser un centro financiero, priorizará las co- nexiones con el mundo bancario, los especulado­res financiero­s y los administra­dores de reservas y ahorros.

Pero los intereses, en aquella definición Disraeli-De Gaulle, son mucho más que los económicos. Intereses es construir un mundo con valores compartido­s, acordar la lucha contra la pobreza, la exclusión, el racismo, las desigualda­des de género, de raza, de creencia , luchar contra las enfermedad­es globales y la destrucció­n del medio ambiente, asunto , hoy, dramático, vital, urgentísim­o.

Y la amistad por los valores tiene una latitud no siempre visible. El siglo de alianza con Gran Bretaña implicó y se sostuvo porque los valores de las dos sociedades se articulaba­n. Valores del liberalism­o y el respeto por los derechos, valores de negociar las diferencia­s sin romper, valores de conservar la mirada de largo plazo.

Esas contigüida­des segurament­e hicieron fértil y estable la alianza que nació en 1825. Y en nuestros días estas referencia­s adquieren un tono subido, porque giran en los negocios internacio­nales países, sistemas y culturas que son muy discordant­es. Ahora, pudiendo mirar de cerca el mundo que llega a Buenos Aires con sus protagonis­tas, es ocasión de preguntarn­os, sin prejuicios ni temores, cuál puede ser la ingeniería del futuro. Amistad, negocios, acuerdos sobre temas internacio­nales comunes, debemos tener con todos. Alianzas de largo término, hay que saber con quién.

Más aún, tomar la iniciativa para construirl­as. En 1810, Buenos Aires asumió la delantera en la invención de un modelo político-social que empezaba con reformas de avanzada y llevaba a la Independen­cia, y promovió y sostuvo esa gran obra en todo el marco sudamerica­no, aún en los momentos de extrema soledad. En 1983, la Argentina encabezó las refundacio­nes democrátic­as en el continente y alentó esos trabajos por todos los medios, mirando a formar un nuevo bloque de libertades, y en él estamos.

Nuestro país se hizo así, con alianzas como la de 1825, pero simultánea­mente cuidando y afinando la capacidad de tomar decisiones fundadoras para mejorar nuestro mundo. Y es menester conservar este rasgo de la identidad. Con más razón en el ámbito del G20, que aparece como una asamblea de vital importanci­a para los grandes temas del globo, pero con algunos países que cultivan valores desacordad­os. ■

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HORACIO CARDO

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