Cuando todos los nombres son propios
Ay, si sólo viviéramos para ponerle nombre a las cosas, este sería un mundo mejor, lleno de gente amable y desinteresada. Un mundo sin piquetes. Dicho de otro modo, los nombres son el único tema que sigue aceptando la vieja y querida tradición de no coincidir. ¿Tendrá la humanidad dónde dirigirse después de agotar los recursos de la Pachamama? Sí, lo tiene y se llama “sustantivo propio”. Ese es el cami- no. Ese es el instinto que deberíamos expandir. Y sólo marchar hacia donde haya un niño por nacer. El nombre es un tema transversal. Resiste clases sociales, es inagotable. Las grietas, si las hubiere, resultan tan amenas como divertidas y se conversan en ambientes tiernos de discusión. Nadie se opone a la posibilidad de votar. Siempre habrá iniciativas. Tratándose de nombres propios, las verdades son elásticas. Nadie gana discusiones por decir Ernesto. Tampoco se deben firmar pactos de caballeros.
En sí mismo, el acto bautismal nos eleva como sociedad. Pasamos de la nada brava a compartir nuestra sabiduría, creatividad, nuestro rescate emotivo: Antonio.
Y la gente se suma cuando se trata de nombres. Muchos, más, todos. A nadie espanta. Recomendado por el Ministerio de Salud para alargar reuniones, o como juego de mesa, lo que excita es la entera certeza de que uno estará nombrando, quizás, para toda la vida. Decir en la cara lo que estás pensando es posible. Pensar y decir sin ataduras ni represalias: Duilio.
Entre paréntesis, esta columna se escribió luego de escuchar alegremente en esta redacción: “Muy feo el nombre Jonathan”. ■