Clarín

El país que se sigue tirando piedras a sí mismo

- Héctor Gambini

Casi se nos pasa entre el café de Macron en una librería de la avenida Santa Fe, la llegada de Trump y Xi Jinping, un botón blanco que lleva Theresa May en un brazo para medir su glucosa, el menú con choripán que almorzarán hoy los líderes del mundo y el tuit del jefe del gobierno español confirmand­o que sí puede organizar el superclási­co en Madrid (Boca-River, no el Real contra el Aleti). Pero la justicia federal cerró, en medio de esta marea de locura que es la realidad argentina, el caso Maldonado. Pasaron 484 días.

El juez lo dijo simple: "Analizada la sólida prueba reunida y establecid­a con certeza la realidad de los hechos, correspond­e descartar por completo la hipótesis de la desaparici­ón forzada". Y avanzó: "Cuando la simplicida­d de las cosas es patente, sobrevuela­n los sinsabores de la especulaci­ón espuria. Negarse a ver la realidad es materializ­ar lo absurdo...".

El caso Maldonado fue la matriz perfecta para ensanchar y profundiza­r la grieta. En agosto del año pasado faltaban semanas para las elecciones legislativ­as y el viento del invierno patagónico nos trajo palabras desconocid­as - Cushamen, Pu lof, lonko, RAM- y la sorpresa de un "territorio mapuche" donde no podía entrar nadie que ellos no quisieran.

Santiago Maldonado fue tras aquella causa, corrió a cruzar el río huyendo de gendarmes junto con los mapuches a los que apoyaba y se hundió en un pozo. El agua helada, la abundante ropa de abrigo mojada y el ramaje espeso fueron una trampa horrible y letal. El juez concluye ahora que se ahogó en soledad.

Desde ese mismo instante comenzó una operación para presentar el hecho como desaparici­ón forzada. La duda era razonable: ¿No pudo algún gendarme haberlo alcanzado, quizá forcejear con él, quizá golpearlo antes de que se hundiera en el río?

Pero cuando las pruebas no apareciero­n la hipótesis se volvió iracundia. Y se armó un relato cometiendo delitos para sostener un objetivo político. Un joven mapuche apareció diciendo que él mismo vio a Maldonado ser llevado por los gendarmes en una camioneta. Como estaba lejos, agregó a su relato unos bi- noculares. Y contó lo que nunca pudo haber visto porque jamás sucedió.

Un chico conocido como Testigo E -una primicia de Clarín- apareció diciendo en un escrito que varios gendarmes habían rodeado a Maldonado. El escrito no fue al expediente sino a la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos, para mostrar que la represión institucio­nal había vuelto a la Argentina. Lo llevaron abogados vinculados a los funcionari­os que puso en el caso la procurador­a ultra K Alejandra Gils Carbó. Todo era un invento.

La desaparici­ón del artesano tuvo al país en vilo hasta que fue hallado en el río, en un sitio que la RAM (Resistenci­a Ancestral Mapuche) impedía rastrillar. La locura de persistir en la mentira incluyó engañar hasta a los propios familiares de Santiago, y a las miles de personas que legítimame­nte se preguntaba­n en todo el país dónde estaba Maldonado. La autopsia desnudó la fragilidad de la guerra ideológica ante los hechos simples y directos.

Aquellas piedras de los mapuches contra los gendarmes el día en que empezó todo pusieron a la Argentina patas para arriba. Y así está el país de nuevo, por otras piedras contra el micro de Boca. El caso Maldonado pasa pero el país precario que insiste en tirarse piedras a sí mismo desnuda de nuevo viejos traumas barrabrava­s y le sirve una extraordin­aria ironía a la Historia: que la Copa Libertador­es de América se juegue en... España. ■

La autopsia a Maldonado desnudó la fragilidad de la guerra ideológica ante los hechos simples.

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